Gobernar o dirigir es una tarea compleja: se requieren condiciones y cualidades específicas para poder hacerlo, ya sea en un gobierno de la cosa pública como en organizaciones o empresas privadas. Pero, además, es necesario tener presente que para dirigir a personas se debe contar con una condición básica: el deseo sincero, desinteresado y abnegado de servicio; lo que excluye de manera radical el oportunismo, la búsqueda de personales beneficios, el afán de protagonismo.
Muchos dirigentes, directores, gobernantes, reclaman de manera solemne tres aspectos que deben ser observados por todos: la unidad, la lucha contra la corrupción y el solo beneficio de los desposeídos. Desde luego, son reclamos lógicos, razonables y especialmente necesarios para el bienestar de la colectividad. Pero, para que estos objetivos no se conviertan en humo, fuegos artificiales, promesas sin fundamento o búsqueda fácil de aplausos, es preciso que se den algunos requisitos esenciales.
En primer lugar, es imposible lograr unidad si no se cuenta con confianza, y esta se da si se reúnen tres atributos: capacidad profesional para el desempeño del cargo, deseo de hacer el bien e integridad del sujeto. Cuando se confía, se entrega algo valioso, que hay que cuidar porque no es propio, está “confiado” y se entrega “confiando”. Si la confianza se defrauda, es como si se rompiera un preciado jarrón de porcelana: se pueden juntar (con tiempo y esfuerzo) los pedazos y pegarlos, pero esas heridas tardarán en restañarse y, a veces, no se podrán reparar, no habrá sanación… Que un directivo defraude repetidamente la confianza es algo muy grave; revela una incapacidad moral que lo inhabilita para la tarea que le fue encomendada.
La lucha contra la corrupción es un lema fácil, impactante, necesario: hay que decirlo y repetirlo de manera enérgica. Sí, pero eso no basta. Si no hay acciones concretas, decididas, firmes, de nada sirve. Es como si la mano izquierda borrara, casi en simultáneo, lo que alardea la mano derecha. Una pantomima. Y la lucha debe ser de todos, actuando con decencia y exigiendo transparencia. George Orwell decía que “la gente que elige políticos corruptos, impostores, ladrones y traidores no son sus víctimas, sino sus cómplices”.
El tercer reclamo frecuente es alardear de defensor de las “mayorías indefensas”, cosa que sería loable si realmente se buscara su bien y no su instrumentalización. Si el cambio que se pretende es en el sistema, sin cambiar a la persona y sus motivaciones, el fracaso es seguro. Es fácil descubrir cuando no hay un afán sincero de servicio: si se abusa de promesas y estas son de corte populista, o de enfrentamiento y hasta de resentimientos. Aquellos que presumen de defensores del pueblo, probablemente terminen siendo abogados del Diablo.
Estos tres grandes objetivos tienen un prerrequisito elemental: la verdad. Cuando esta se esquiva, disfraza, se parcializa o, peor aún, cuando se miente, los resultados son: mayor desunión, creciente corrupción y rebeldía de los engañados.
Gobernar es, fundamentalmente, una tarea de servicio a los demás, de sinceros esfuerzos por dar de sí. El gobernante que hace de la mentira su estrategia de gobierno detenta el poder para servir a sus intereses personales sin considerar en absoluto el bien común.
No es posible repartir riqueza si no se crea. No es correcto fomentar resentimientos o enfrentamientos sociales entre quienes tienen y quienes no. Como decía el papa Francisco “hay que arremangarse para recuperar la dignidad creando puestos de trabajo”. Este es el gran desafío de los directivos: trabajar con pasión para mejorar a los demás, ayudándoles a que crezcan con su propio esfuerzo.