
Escribe: Ricardo Valcárcel, analista económico
La crisis psicológica que atraviesa el Perú le está costando entre 2% y 3% de su PBI. Ansiedad, desconfianza y desidia institucional están reduciendo productividad, frenando inversión y alimentando un éxodo silencioso de capital humano.
Actualmente uno observa las cifras macroeconómicas peruanas y se siente medianamente optimista, pero ello está encubriendo, entre otros temas, los trastornos psicológicos de gran parte de la gente, especialmente la de los sectores CDE, los más vulnerables.
Todos los peruanos nos sentimos desconfiados, abatidos, inseguros y desesperanzados, en mayor o menor grado de nuestra situación actual y la futura. En los niveles más pobres, se vive al día, superviviendo o soportando. La clase media va consumiendo sus ahorros, ya han retirado sus fondos de las AFPs y de las CTS., y luchan por no caer en la pobreza.
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La pérdida de ingresos genera trastornos mentales que reducen la capacidad de conseguir o mantener empleo y bajan la productividad, ya sea como independientes o asalariados.
La OMS y Banco Mundial (2016): en su informe conjunto Out of the Shadows, calcularon que la pérdida de productividad global, por depresión y ansiedad, equivale a 4% del PBI mundial. En los países desarrollados (OCDE) esa cifra varía entre 2.5% y 4%. En estudios aplicados a México, Chile y Colombia, el Banco Mundial y la CEPAL estiman que su costo es 2% a 2.5% del PBI.
En el caso peruano, el costo se estima entre 2% y 3% del PBI, un lastre que se suma a nuestra ya baja productividad. Los problemas de ansiedad, depresión y estrés agravan el ausentismo, y los que sí van a trabajar lo hacen con un desgano y rinden muy poco.
Hay que observar la pésima, desidiosa y tardada atención que se evidencia en ESSALUD, Poder Judicial, Congreso, municipalidades, supervisoras, reguladoras y en la mayoría de las entidades públicas. Ejemplos hay por doquier: juicios penales que duran décadas o desalojos de ocupantes precarios que se prolongan años, procesos que desgastan las finanzas y la salud mental de los afectados.
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La atención psicológica es escasa para el sector formal. Prácticamente se deja que este problema lo maneje cada uno como pueda. El Perú cuenta con apenas tres psiquiatras por cada 100,000 habitantes, la mayoría en Lima, cuando la OMS recomienda al menos diez. Una brecha que explica por qué la crisis de salud mental se traduce, también, en un problema económico estructural.
La informalidad, que cubre al 75% de la fuerza laboral, convierte los problemas de salud mental en conductas de riesgo como abuso de alcohol y drogas, violencia familiar, delincuencia, cierres de microempresas, reducción de ventas, sobreendeudamiento, pobreza y menor consumo. Otro indicador del trance psicológico está en que entre el 2022 y el 2024 se registraron en promedio 800 suicidios y 9,000 tentativas por año, según el MINSA.
Hay también costos fiscales ocultos. Además de pérdida de productividad, el Estado incurre en mayores gastos en salud pública, programas sociales y seguridad ciudadana.
Tomando de base las cifras del INEI sobre migraciones internacionales y proyectándolas, en el periodo enero 2021 – junio 2025, millón y medio de peruanos (cerca de 5% de la población) se han marchado del país para tener mejores oportunidades tanto económicas como psicológicas. En ese éxodo silencioso el país pierde muchos jóvenes profesionales, todo un drenaje de capital humano que impacta en la base productiva.
El Perú debe asumir que su crisis psicológica es también una crisis económica. No atenderla significa condenar al país a perder productividad, inversión y futuro. Es un problema poco visible que tiene un costo más corrosivo que cualquier déficit fiscal o shock externo.