Al momento de escribir este artículo no se conocen aún los resultados de una elección presidencial que decidirá si Colombia se enrumba hacia la izquierda y si ese giro arrastrará a la región a una nueva era de inestabilidad impulsada por el populismo socialista.
Luego de que en 1959 la dictadura castrista llegara al poder por la vía armada y en 1961 estableciera la primera potencia comunista de violenta proyección en América Latina la dictadura castrista devino en gran centro intromisión e influencia externas en la región.
La posterior extensión de la experiencia socialista en el área se logró por la vía democrática (la vía golpista de Velasco, quien no aceptaría ser catalogado de socialista, fue una excepción). Éstos fueron los casos del gobierno de Allende (que logró el poder por decisión parlamentaria antes que por lun incuestionable triunfo electoral) y también de Hugo Chávez (1998-1999), Lula (2003) y Morales (2006) quienes ganaron para la izquierda en Venezuela, Brasil y Bolivia un poder nacional de gran proyección regional.
Estas experiencias terminaron en fracaso dramático (el golpe de Estado de Pinochet en Chile), degradación institucional (la gran corrupción brasileña que prodigó su influencia en los vecinos), dictadura cubanófila vinculada al crimen organizado (Venezuela) o autocracia cocalera sustentada en un dudoso indigenismo pluricultural (Bolivia).
Ello no obstante, esos regímenes expandieron la eficacia ideológica y emocional de la izquierda quebrando el emergente consenso regional sobre la democracia representativa y el libre mercado como credenciales de buen y legítimo gobierno.
Un eventual gobierno de Gustavo Petro en Colombia, a ser decidido en segunda vuelta, podría tener un impacto regional aún mayor. Desaparecido el polo liberal que Chile consolidó en la región entre 1989 y 2022 el triunfo de ese candidato dejaría sólo a Uruguay como emblema del consenso liberal en Suramérica).
Es más, no obstante que el programa de gobierno denominado “Colombia Potencia Mundial de la Vida” no define una política exterior a pesar de la ambición de nuevo status que ese título plantea, lo que se conoce de los planteamientos del Sr. Petro confirma el planteamiento de este artículo. De llevarse a cabo tales sugerencias, Colombia alterará sustancialmente su posicionamiento en el área, establecerá asociaciones incompatibles con la tradición de ese país en la región y fuera de ella y podrá cuestionar los términos de su inserción extrarregional.
Veamos. Si desde la conclusión formal del Frente Nacional (un acuerdo entre los partidos Liberal y Conservador para sucederse en el poder como forma de consolidar el fin de la dictadura de Rojas Pinilla), miembros o allegados de esos partidos continuaron accediendo al poder, un gobierno de Petro no sólo llevaría a la izquierda a la más alta investidura del Estado sino que colocaría en él a un exguerrillero (M-19) que lo combatió.
Si bien el Sr. Petro es un político forjado en el sistema democrático (ha sido congresista electo por el “Polo Alternativa Democrática”, alcalde de Bogotá y, con anterioridad, candidato a la presidencia) su agenda tiene raíces políticas y económicas totalmente contrarias a las de los “líderes” tradicionales” con los que convivió.
Ello le ha permitido convocar a una base política emergida entre los jóvenes y el conjunto ciudadano que no logra satisfacer expectativas incrementales y que han soportado desmedidamente los sacrificios del combate de la pandemia. Esos reclamos se expresaron en los paros del año pasado que, con fuerte infiltración subversiva, fue repelida por una fuerza pública instruida en la lucha antiterrorista.
Si esa capacidad de convocatoria es un mérito antes que un defecto, parece más arraigada en el marco urbano (como en Chile) que en la periferia del país. Y si ello implica poder, no extiende su cobertura a votantes más preocupados por problemas concretos que ideológicos entre los cuales la corrupción se identifica como el principal (éste el ámbito de influencia del populista Rodolfo Hernández).
Ello no obstante, la ideologizada militancia de Petro y su elección de políticas nominales hacen la diferencia. El proceso decisorio se basará en el “acuerdo”. Si ello sugiere inclusión antes que coerción también implica grados de inverosimilitud en un candidato “controlista”, en un país en que la autoridad es feble y el uso legítimo de la fuerza es desbordado sistemáticamente por propios y extraños y en una sociedad cuyo histórica polarización se ha incrementado notablemente.
De otro lado, las propuestas de Petro parecen orientadas a ofrecer satisfacción a los desencantados pero no modernidad ni evolución. En efecto, esas propuestas se congregan en torno a las formas de producción agrícola (el uso del agua, la reforma agraria), el incremento de los servicio públicos (educación, salud, crédito) y el cuidado del ambiente (transición energética, etc.). Allí los “nuevos temas”, tan comunes hoy día, superan de largo a los requerimientos convencionales del buen gobierno en desmedro del fortalecimiento institucional, la gestión eficaz, la modernización tecnológica, la productividad, la atracción de capitales o la promoción comercial y de inversiones.
En esta materia se plantea más la revisión de los acuerdos de libre comercio que la preocupación por atenuar el proteccionismo creciente al tiempo que la transición energética promueve una más rápida sustitución de exportaciones tradicionales (el petróleo que domina el sector exportador y cuya limitación excesiva probablemente arruinaría al país).
Con estas propuestas, que excusan su generalidad en el descontento social y la progresiva ilegitimidad institucional (como en Chile), no es extraño que el candidato Petro no ponga por escrito “su” política exterior y que sus opiniones se orienten hacia una fuerte aproximación con la dictadura venezolano (con la habrá más que una relación de trabajo), la filiación con el ALBA (cuya base son los movimientos sociales trasnacionales y la denuncia del liberalismo) y una entendible reactivación de la integración andina si no fuera por las iniciativas bolivianas en contra de los acuerdos de libre comercio.
Sobre esa base, es probable que la asociación con la OTAN, en base a la cual Estados Unidos considera a Colombia como un “aliado preferencial estratégico no miembro” de esa alianza, sea revisada mientras que las requerimientos de gestión pública que la OCDE plantea a sus futuros miembros probablemente intenten ser redefinidos.
Este conjunto de factores replantearía por completo el status de Colombia en la región en el ámbito de la defensa colectiva de la democracia representativa, de los fundamentos liberales de la Alianza del Pacífico y de estímulo de los criterios antidemocráticos del UNASUR (como ya lo ha planteado Bolivia en términos del RUNASUR).
En la confirmación o denegación de estas políticas, la segunda vuelta electoral en Colombia del próximo 19 de junio será crucial.