Carlos Anderson, congresista
La corrupción socava la democracia y lo hace con particular gusto en el caso de las democracias de débil institucionalidad y vocación autoritaria, como señala con autoridad el Índice Global de Crimen Organizado (2021), preparado cada año por la Global Initiative Against Transnational Organized Crime.
En efecto, el Hallazgo 4 del informe nos muestra de manera inequívoca que existe una relación positiva entre el tipo de régimen —democracia plena, democracia deficiente, régimen híbrido (medio democrático medio autoritario), régimen autoritario— y el nivel de resiliencia (resistencia) frente a la criminalidad. A más democracia, más resiliencia; a menos democracia, mayor tolerancia a la criminalidad.
En ese sentido, el Perú aparece, como desafortunadamente era de esperarse, como un país de alta criminalidad (puesto 26 de entre casi 200 países) y baja resiliencia (puesto 106), y casi como el portaestandarte de los regímenes híbridos. ¡Qué envidia con relación a Chile y…oh sorpresa…Argentina!
Detrás de la corrupción están las economías criminales y su interacción con el mundo de la política. Dicha interacción está comprendida en el Hallazgo 5 del Índice Global de Crimen Organizado, que señala que “los actores estatales son los primeros a la hora de facilitar economías ilícitas e inhibir la resiliencia al crimen organizado”.
Esto nos sugiere que son dichos “actores estatales” —altos funcionarios, ministros, congresistas y, en casos de captura total del Estado, hasta el propio presidente de la República (en el caso del Perú, todos los expresidentes, de Fujimori a Castillo)— quienes socavan la capacidad y la resiliencia del Estado para prevenir la criminalidad.
Pero nuestra escasa capacidad de resistencia frente a la criminalidad tiene factores específicos: la falta de liderazgo político y gobernanza, la falta de prevención, la ausencia de mecanismos de apoyo y protección a víctimas y testigos (como podría ser una ley del “whistleblower”), débil sistema de lucha contra el lavado de dinero. Son estos factores, principalmente, los que explican nuestra debilidad y permisividad frente a la criminalidad y la corrupción.
Ahora, para abordar el problema de la maléfica relación entre la criminalidad y la política y el daño que se le hace a nuestra débil democracia, lo primero que debemos hacer es reconocer su magnitud.
El magnífico estudio “Las economías criminales y su impacto en el Peru”, publicado en 2021 por la Fundación Konrad Adenuer, nos dice que las actividades ilegales significan más de US$ 7,500 millones. Un estudio del Instituto del Futuro —entidad que fundé en 2018— estima que las actividades de lavado de dinero significan alrededor de US$ 10 mil millones. La Contraloria General de la República nos dice que la corrupción en obra pública es de alrededor de S/ 25 mil millones al año (cerca de US$ 7 mil millones).
Estas cantidades no son aditivas. Interactúan, por cuanto las actividades ilegales no son nunca hechos aislados y más bien desarrollan entre ellas una serie de sinergias entre lo legal y lo ilegal, entre lo formal y lo informal y entre la institucionalidad pública y el mundo privado. El mejor ejemplo: los actos de conversión (de lavado) del dinero maculado de la criminalidad y la corrupción en dinero o activos “lícitos” ex post.
Lo que queda claro es que estamos hablando de ingentes cantidades de dinero y de un nivel de corrupción y criminalidad que solo se explican por lo señalado en el Hallazgo 4: la activa y malsana participación de “los actores integrados en el Estado”. Por ello urge poner fin a la impunidad y castigar ejemplarmente a dichos “actores políticos”.
Para romper la relación entre actores estatales y la corrupción y la criminalidad que le da sustento, es necesario repensar todo lo relacionado con el financiamiento de las campañas electorales, romper el patrón de tolerancia, cuando no complicidad, frente a la corrupción grande y pequeña, identificar y exponer a quienes desde su posición de poder se resisten a una reforma del Estado que lo haga más transparente y eficiente, y finalmente aceptar de buen agrado el papel fiscalizador de los medios de comunicación —tradicionales y modernos—.
Trabajar por la paz reduciendo las oportunidades para que la criminalidad prospere es otro paso necesario. Finalmente, buscar incansablemente fortalecer la democracia que nos cobija es quizás el más importante mecanismo con el que contamos para derrotar la corrupción y herir de muerte a la criminalidad que nos agobia.