Escribe: José Martínez, vicepresidente de Inversiones de Rimac Seguros
Aunque no existe una única forma de definir las economías emergentes, estas suelen describirse como las que “están en transición desde una economía de ingresos bajos, a menudo preindustrial, hacia una economía moderna, industrial y con un mayor nivel de vida”. Las economías emergentes se definen por su constante movimiento hacia el progreso.
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El desarrollo se mide generalmente en función del ingreso por persona. Los países desarrollados tienen un ingreso promedio por persona mucho mayor –58,000 dólares al año según el FMI– que las economías emergentes –6,700 dólares al año, en promedio–. La mayoría de las economías emergentes se clasifican como de “renta media”, con un PBI per cápita –la medida utilizada para medir la renta por persona– inferior a 15,000 dólares, pero superior al “umbral de pobreza” de 1,150 dólares. Esta es una definición amplia que permite una enorme dispersión de resultados. Lo que es claro es que, dado que la diferencia de ingresos es grande, incluso las naciones más ricas del mundo emergente necesitan crecer constantemente más rápido que las desarrolladas para ponerse al día.
Las economías emergentes deberían tener tasas de crecimiento más elevadas debido a:
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(1) Su mano de obra más joven que también crece más rápido debido a un mayor número de nacimientos por mujer –fertilidad– y a la migración de los sectores tradicionales a los modernos.
(2) Dado que sus trabajadores están dotados de un menor stock de maquinaria, potencia informática, software y conocimientos, cada adición a su stock de capital se traduce en un mayor incremento de la producción que en una economía desarrollada.
(3) Dado que las economías emergentes suelen asociarse a instituciones democráticas más jóvenes, su potencial de crecimiento aumenta con la mejora de su entorno empresarial.
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Tales son las características de una economía emergente. Sin embargo, no todas las naciones que suelen clasificarse como tales responden a esos criterios. Muy pocas economías latinoamericanas pueden considerarse realmente en transición hacia el nivel de vida del mundo desarrollado. Por desgracia, no se trata de una tendencia nueva. De hecho, una vez descontados los efectos de la inflación, en los últimos 15 años América Latina se ha estancado en torno a los mismos niveles de riqueza que tenía antes de la Crisis Financiera Mundial. Muchas naciones de la región han ido a la inversa.
Así, la región se está quedando rezagada, no sólo con respecto a la mayor parte del mundo en desarrollo, sino que también con respecto a las economías desarrolladas más activas.
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Entre 1970 y 2010, América Latina creció sustancialmente más que el mundo desarrollado sobre la base de una población joven y de alto crecimiento. Sin embargo, la edad del poblador promedio de América Latina es hoy similar al promedio mundial y nuestra tasa de fertilidad converge inexorablemente a la de los paìses desarrollados. Para crecer en el futuro América Latina tiene que elevar su productividad. Desde la crisis financiera del 2008, sin embargo, la productividad del trabajo en la región ha crecido diez veces menos que en China y 15 veces menos que en la India. El reto, entonces, es significativo.
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