Internacionalista
Lula ha iniciado su tercer período presidencial con un épico llamado a la reconstrucción nacional. Esa convicción no alcanzó, sin embargo, a la recuperación del rol internacional del Brasil.
Aunque la prioridad local sea evidente y sensata, la naturaleza del discurso del 1 de enero no pareció convergente con la amplia convocatoria que éste debía merecer. En efecto, reconociendo que el electorado brasileño está dividido entre dos visones del mundo, Lula se ha presentado como representante de los valores de la solidaridad y la civilidad democrática que se opone a los del individualismo, la negación de la política y la destrucción del Estado que representa Bolsonaro.
Con esa percepción maniquea en que los demócratas confrontan a autoritarios y fascistas, Lula pareció dirigirse sólo al 50.9% que votó por él en segunda vuelta olvidando que dentro del 49.1% que prefirió a su rival hubo millones que votaron así sólo por no optar por el sindicalista.
Como en el caso de Castillo que recibió los votos de los que no desearon optar por Fujimori, Lula olvidó decir que asumía como presidente de todos los brasileños mientras que su cuestionado rival, refugiado en Florida, se negaba a los protocolos de entrega del cargo.
En ese escenario de división interna, el consenso necesario para recuperar las instituciones, la paz social y mejorar la suerte de los marginados será difícil de lograr. Peor aún con un Congreso fuertemente fragmentado.
Especialmente si la prioridad social asumida reclamará mayor gasto en subsidios para “terminar” con el hambre y atenuar la pobreza entre otras prioridades redistributivas mientras la inversión pública reclamará mayor endeudamiento y la recuperación del Estado implicará el final de las privatizaciones y la restauración indiscriminada de empresas y banca públicas.
En tanto los lineamientos económicos señalados en el discurso mostraron disconformidad aparente con el presupuesto logrado en el Congreso para el gasto social (quizás debido al sobredimensionamiento del margen expansivo que permite un déficit fiscal e inflación bajando a 4.5% y 5.7%) mientras se radicalizaba el rol económico del Estado, el mercado bursátil cayó -3.1% y el real se depreció.
Por lo demás, el efecto externo de la corrupción vinculada a las empresas públicas brasileñas durante los anteriores mandatos de Lula y la Sra. Rousseff (Petrobras, BNDES) tampoco fue considerado. Esa omisión no puede pasar desapercibida en el Perú ni en la región.
Especialmente cuando la referencia a la política exterior brasileña fue raquítica. Unas cuantas líneas para referirse al combate de la deforestación amazónica y a otras obligaciones ambientales, a la integración escurridiza (salvo con Argentina); al UNASUR hoy tan disfuncional como sus fundadores; a sus relaciones con Estados Unidos, China y los BRICS que tiene efectos sistémicos fueron un descuido mayor. La esperanza de que Brasil desempeñe un rol de balance político en la región tan necesario para el Perú sigue en pausa.