Economista, docente de la Escuela de Posgrado de la U. Continental, y Miguel Cheng, economista de Intelfin
1. Muchos peruanos, por diversas razones, creen que la Constitución del 93 debe modificarse, en particular, el Capítulo Económico. Gran parte de los que así opinan consideran que la actividad empresarial del Estado no debe limitarse al rol subsidiario, sino que hay sectores “estratégicos” que ameritan la presencia del Estado como empresario. Supuestamente, esto permitiría que el Estado se convierta en uno de los motores del desarrollo y contribuya a la transparencia y la equidad en el mercado al frenar el “abuso” de las empresas privadas.
2. En la otra orilla se encuentran los opositores a que el Estado asuma un rol empresarial allí donde la empresa privada puede atender la demanda del mercado. Su visión, además de reflejar un sesgo ideológico que favorece la libertad empresarial y desconfía del Estado, también responde a los pobrísimos resultados que nos han dejado las empresas públicas a los peruanos a lo largo de los años.
A los desastrosos resultados de los años 70 y 80 –baja cobertura y deficiente calidad de servicios; inversiones ineficientes, crecientes planillas y abultados déficits; poca transparencia y corrupción; entre otros– se suma la anodina experiencia de los últimos 20 años, en los que estas empresas parecen haber estado a la deriva y cuyas consecuencias las terminamos pagando todos los peruanos.
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3. A pesar de estas diferencias, es importante resaltar que hoy tenemos un conjunto de empresas estatales cuya existencia no es consistente con alguna de estas dos visiones del rol empresarial del Estado. De hecho, no es posible justificar la propiedad estatal de algunas de ellas con el argumento de que se tratan de empresas estratégicas, pues el que ellas estén en manos del Estado no afecta los precios en el mercado ni la disponibilidad de los servicios que estas prestan.
Es más, algunas de estas empresas participan en mercados competitivos, donde concurren muchas empresas privadas y, por lo tanto, tampoco cumplen con el mandato constitucional de subsidiariedad.
4. Ni rol estratégico, ni subsidiariedad. Entonces, ¿Qué estamos haciendo? Simplemente, no estamos haciendo. La confusión, la inacción estatal y el temor de los políticos y funcionarios públicos a tomar decisiones correctivas debido a la percepción de que podrían perder mucho a pesar de que estas beneficiarían a la población, nos mantienen atrapados en un absurdo statu quo.
5. Para poner en perspectiva el tamaño y las consecuencias de este problema, refirámonos a la participación del Estado en el sector de generación de electricidad. Focalicémonos en el sur del Perú: en Arequipa, Cusco y Moquegua se ubican Egasa, Egemsa y Egesur, respectivamente, empresas generadoras con poco más de 400 MW de potencia instalada. Si consideramos que el valor del MW de potencia de una central hidroeléctrica es de alrededor de US$ 2.5-3 millones, el valor de reposición de estas centrales ascendería a US$ 1,000-1,200 millones.
6. ¿Qué beneficios genera la propiedad estatal de estas empresas? Ninguno. El mercado de generación de electricidad es muy competitivo. Si estas centrales –que en conjunto representan el 3% de la potencia instalada en el país– pasasen a manos privadas, el precio de la energía no variaría y la oferta de energía tampoco. Inclusive, es probable que con más capital y mejor gestión, la oferta se incrementaría.
De hecho, en los últimos 20 años, la oferta privada de electricidad casi se triplicó, mientras que la de estas tres empresas permaneció estancada. Además, recordemos que las tres empresas estatales en cuestión generan utilidades que se revierten al Tesoro público, sin beneficiar directamente a los pobladores de estas tres regiones.
7. ¿Qué hacen los arequipeños, cusqueños y moqueguanos invirtiendo tantos recursos en empresas que no los benefician? Con su venta, probablemente obtendrían más de US$ 600–800 millones por ellas. Con este dinero, podrían construir y equipar más de 500 centros de salud primaria, mejorando la calidad de vida de estos peruanos.
Si los gobernantes y los líderes de estas regiones realmente se preocuparan por sus pobladores, deberían exigir que estas empresas –que ni son estratégicas ni cumplen con el precepto de subsidiariedad– sean vendidas y que con los recursos obtenidos se construya infraestructura de salud y educación.
8. Claramente, con recursos públicos muy limitados, optar por mantener empresas estatales, en lugar de concentrar sus esfuerzos en el cierre de brechas sociales, es un despropósito.
9. Si el ejemplo de estas tres pequeñas empresas le ha servido para poner en perspectiva el alto costo de oportunidad que implica mantener recursos públicos en empresas estatales, le hacemos recordar que las 35 empresas públicas agrupadas en el FONAFE tienen activos superiores a los S/ 100,000 millones y un patrimonio cercano a los S/ 25,000 millones. Es hora de evaluar el magro beneficio económico que estamos obteniendo por estas empresas y el enorme costo de oportunidad en que incurrimos por ello.
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