Director periodístico
El discurso antiempresarial es transversal a la política y enmarca todas las amenazas al entorno de negocios que ya son parte de nuestro día a día. Imagine, por ejemplo, que usted considera injusto el pago de un impuesto. Va y reclama, y la autoridad tributaria le dice que primero tiene que cancelar el 60% del monto. No parece razonable, pero es lo que sucedería con algunas empresas, a las que la Sunat les exigiría, para apelar, una carta fianza por ese porcentaje de la deuda, si se aprueba el proyecto de ley del Ejecutivo que lo propone. El objetivo, una vez más, es ‘ajustar’ a la empresa, como si ya no tuviera suficiente con la crisis política.
El reclamo es un derecho, y restringirlo –hacerlo cada vez más difícil o caro– es antidemocrático. Lo pretende el Gobierno hoy, a la par que criminaliza a las empresas, a las que acusa de velar solo por sus propios intereses y negarse a cumplir con sus obligaciones tributarias. Es lógico en su populismo: le da un rédito político cada vez más esquivo. Y práctico, porque coloca a las empresas al centro de los grandes problemas nacionales, acaso para librarse de su responsabilidad sobre ellos. No importa el daño al país que genera la perennización de un esquema de confrontación entre el sector privado y la sociedad. Eso es lo de menos.
La apelación de una deuda tributaria es parte de las garantías mínimas que le ofrece una democracia a la inversión privada. Antes del Gobierno –como lo resumí aquí hace unas semanas–, atentó contra ella el Tribunal Constitucional, que declaró justo el pago de una deuda de Scotiabank que era casi nueve veces más su valor inicial, por los intereses que le generó el retraso de las autoridades: la Sunat y el Tribunal Fiscal, que excedieron en años sus plazos de resolución. Fue la penalización oficial del derecho a reclamo de los contribuyentes.
Transita, en ambos casos –del Gobierno al Tribunal Constitucional–, un discurso antiempresarial, como transitó en la campaña a la alcaldía de Lima que culminó ayer. Otra vez escuchamos ahí los alaridos contra la corrupción de los peajes, acompañados de propuestas delirantes, como señaló Gestión el lunes pasado: la reducción unilateral –e inconstitucional– de las tarifas, que prometía Rafael López Aliaga, y la fiscalización diaria de los ingresos y las inversiones de los concesionarios –cuando ya existe un reporte semanal–, que exigía Daniel Urresti.
Imposible fijar una fórmula para hacerle frente a este discurso, que golpea a la alicaída reputación del sector privado. Pero está claro que requiere de una defensa de magnitud: un esfuerzo conjunto y articulado de las empresas, que vele por la coherencia entre su comunicación y sus acciones en el largo plazo, extienda mensajes claves sobre la importancia de las empresas para el desarrollo del país, y esté en manos de un equipo de comunicadores libre de los delirios de persecución de las fake news, con un esfuerzo genuino por comprender las razones por las que el discurso cala en la sociedad. La empatía, entonces, será fundamental.