En el territorio indígena del Valle del Javarí, pescadores ilegales, cazadores furtivos, madereros y narcos aprovechan los confines amazónicos del noroeste de Brasil para saquear y traficar de todas las formas posibles.
Un año después de los brutales asesinatos del indigenista Bruno Pereira y el periodista británico Dom Phillips, algo está cambiando para los pueblos originarios. Una nueva generación de activistas, los “herederos” de Bruno, ha tomado el relevo para defenderse de los invasores.
En la pequeña comunidad de Sao Luis, en la frontera con Perú y a orillas del río Javarí, hay una treintena de “guerreros de la selva”, como rezan sus camisas caqui de manga larga. Navegan a bordo de piraguas motorizadas, con lanzas, arcos y flechas en mano.
Esta cuadrilla de “vigilancia territorial” está integrada por kanamaris, uno de los seis grupos étnicos del segundo mayor territorio indígena de Brasil. En esta selva impenetrable del tamaño de Portugal vive la mayor concentración de indígenas en aislamiento voluntario y los forasteros están vetados.
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Lejano oeste
El territorio kanamari está en el extremo norte del Javarí. A orillas del río homónimo, en una maraña de lagunas, viven a merced de invasores. Especialmente pescadores ilegales en busca del emblemático pirarucú, uno de los peces de agua dulce más grandes del mundo, cuya carne untuosa es un manjar que se cotiza alto en el mercado negro.
“Como medida de precaución, patrullamos con nuestras armas tradicionales”, explica Lucinho Kanamari, jefe de los voluntarios. “Cuando vemos intrusos, uno de nosotros va y habla con ellos. Los demás se quedan atrás con cautela, listos para reaccionar si algo va mal”, añade.
Fueron pescadores ilegales quienes el 5 de junio de 2022 asesinaron a “Bruno y Dom”, como se les recuerda aquí. El crimen atrajo la atención internacional hacia este remoto rincón, donde se juega el futuro de la gran selva amazónica.
“Siempre hay que estar preparado para lo peor. Pero no queremos violencia. Estamos aquí para educar, para disuadir pacíficamente”, dice Lucinho, con el rostro pintado con una franja roja.
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“A menudo intentan sobornarnos con gasolina, arroz, azúcar. Tenemos que mantenernos en contacto con ellos para saber qué traman”, añade.
Instalaron dos puestos de vigilancia, pequeñas casas de madera construidas sobre el agua a lo largo del río lleno de mosquitos. Una fue atacada a balazos.
También acechan los narcos, quienes cultivan coca en el lado peruano de la región y la transportan río abajo hasta la triple frontera que comparten Brasil, Colombia y Perú.
Y luego están los madereros. En abril, sorprendidos en flagrancia amenazaron de muerte al cacique de una comunidad kanamari vecina y lo desterraron.
Frente a la criminalidad omnipresente, el gobierno federal brasileño hace muy poco, según los indígenas. La Funai (Fundación Nacional de los Pueblos Indígenas), responsable de la gestión de estos territorios originarios, apenas se repone del desinterés de la presidencia de Jair Bolsonaro (2019-2023), partidario declarado de la explotación del Amazonas.
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“Misión delicada”
“Durante el gobierno de Bolsonaro, y la pandemia -que llevó a los indígenas a refugiarse en el corazón de la selva-, estallaron las invasiones”, explica Varney da Silva Kanamari, vicepresidente de la Unión de Pueblos Indígenas del Valle del Javarí (Univaja), una organización clave en la región.
“El Estado nos había abandonado, así que nos tocó a nosotros asumir la responsabilidad. Creamos grupos de vigilancia para proteger nuestra tierra y recursos”, recuerda.
Por eso, en el Javarí Medio patrullan los “guerreros de la selva” del pueblo kanamari, inspirados en los “guardianes de la selva guajajara”, que operan de manera similar para defenderse de traficantes a casi 3.000 km de distancia en el estado nororiental de Maranhao.
La tarea es inmensa y los medios escasos. Los guerreros de Sao Luis sólo disponen de dos lanchas y una cantidad limitada de gasolina.
“Su misión es muy delicada. Porque la amenaza está muy cerca, en la orilla opuesta del río, del lado peruano”, señala Da Silva.
El trabajo de los kanamari tiene el respaldo del “Equipo de Vigilancia” de Univaja. Conocido por las siglas EVU, es una especie de comando indígena que interviene “cuando la situación es más tensa”, según el coordinador general de la organización, Bushe Mati.
“Los ‘guerreros’ sensibilizan. La EVU recoge pruebas de intrusiones y saqueos”, resume.
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“Ocupar el territorio”
Barcazas motorizadas, GPS, drones, telefonía por satélite e Internet. Gracias al reciente apoyo de generosos donantes, la EVU usa tecnología de punta.
Son 30 miembros, en su mayoría jóvenes de las comunidades del Javarí, formados en “cómo confiscar equipos o embarcaciones y qué protocolos de seguridad seguir” en caso de sorprender a un invasor, cuenta Cristóbal Negredo Espisango, alias Tatako, uno de los fundadores.
Su misión es “atrapar a los intrusos in fraganti, antes de que desaparezcan o regresen a Perú”, relata.
Los miembros del grupo trabajan bajo anonimato y encapuchados. Varios han sido amenazados. “He recibido amenazas de muerte. Tengo miedo, por supuesto, pero no hay otra opción”, dice Tatako.
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Se presentan como “herederos” de Bruno Pereira, quien sentó las bases del grupo. La puerta de su sede en el puerto de Atalaia do Norte está protegida por una verja de hierro y una cámara de vigilancia.
Frontera entre dos mundos, Atalaia do Norte y sus vecinas Benjamin Constant y Tabatinga tienen fama de ser fortín de traficantes. También albergan comunidades pesqueras a menudo hostiles con los indígenas.
“Recogemos información y pruebas. Y las transmitimos a las autoridades competentes. Luego, que el Estado haga su trabajo”, dice el cooridnador de Univaja. También espera que con el regreso del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, simpatizante de la causa indígena, “la policía federal y la Funai por fin les ayuden de verdad”.
“Los indígenas están haciendo el trabajo que debería hacer el Estado brasileño”, insiste Matis. “Pero en cualquier momento puede haber una tragedia”.
Fuente: AFP
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