Durante varios años, hizo temblar a los poderosos. Los hallazgos del equipo de fiscales en Curitiba que condujeron el caso Lava Jato (“Lavado de Autos”) hicieron que millones de indignados brasileños saliesen a las calles a protestar. Con ello, contribuyeron al juicio político de una presidenta, Dilma Rousseff, el 2016. Los fiscales lograron sentencias de cárcel para su predecesor, Luiz Inácio Lula da Silva, y para Marcelo Odebrecht, el noveno millonario de Brasil.
El pasado 3 de febrero, el equipo fue disuelto, casi en silencio. Su desaparición marca el final simbólico de un impulso sin precedentes para reducir el soborno en América Latina. Lamentablemente, hay pocos motivos para pensar que ha hecho una diferencia duradera. La pandemia y la recesión han desplazado, probablemente de manera temporal, las preocupaciones sobre bribones en ternos.
Lava Jato comenzó con la investigación a un blanqueador de dinero que utilizaba un servicio de transferencias de efectivo a una gasolinera en Brasilia (de allí el nombre). Los fiscales descubrieron una red de sobornos para arreglar contratos con Petrobras, la gigante petrolera estatal, durante más de una década, en la que el Partido de los Trabajadores de Lula estuvo en el poder.
El equipo usó nuevas herramientas jurídicas como la colaboración eficaz y el intercambio de información con autoridades suizas y otras. Y halló que la constructora Odebrecht había confirmado un departamento de sobornos que pagó US$ 800 millones en una docena de países. Otras grandes empresas brasileñas también cometieron esos actos ilícitos.
En total, 174 personas, entre ellas 16 políticos, fueron declaradas culpables y se recuperaron 26,000 millones de reales (US$ 5,000 millones) para las arcas fiscales. Tres expresidentes peruanos fueron detenidos por el escándalo de Odebrecht, uno más se suicidó. En una región donde los poderosos disfrutaban de impunidad, esto fue inusitado.
Sin embargo, el esfuerzo anticorrupción no se pudo completar debido a la politización de la justicia, de dos maneras. Sérgio Moro, el batallador juez en Curitiba, resultó no ser imparcial. Condenó a Lula a doce años de prisión por recibir un departamento en la playa, aunque nunca lo poseyó ni usó. Esa sentencia fue confirmada por un tribunal de apelaciones.
Hubo otros casos más sólidos contra Lula, pero con él fuera de la competencia por la presidencia el 2018, Moro se convirtió en ministro de Justicia del Gobierno del derechista de línea dura Jair Bolsonaro. Y se conoció, vía la filtración de mensajes, que Moro orientó al fiscal principal en Curitiba, Deltan Dallagnol, lo cual era una violación de la legislación procesal. Ya como ministro, Moro dijo que esperaba institucionalizar la lucha contra la corrupción.
Bolsonaro se presentó a las elecciones como luchador anticorrupción, pero ya como presidente, detuvo esos planes luego que unos fiscales comenzaron a investigar a uno de sus hijos y a un asesor. El fiscal general elegido a dedo por Bolsonaro debilitó al equipo antes de disolverlo; cuatro fiscales continuarán trabajando en casos de corrupción y Edson Fachin, el juez supremo encargado de los casos de Lava Jato, insiste en que “apenas he comenzado”. Esto huele a bravuconería.
Lava Jato prometió limpiar la política brasileña. “Pudo haber sido tan importante como la democratización en los 80 y la derrota de la inflación en los 90”, señala el filósofo brasileño Eduardo Giannetti. Pero no hubo continuación. En otra señal del retorno de la “vieja política” que Bolsonaro solía criticar, respaldó a Arthur Lira, un acusado en Lava Jato, como nuevo presidente de la Cámara Baja del Congreso.
En Perú, los fiscales avanzaron más, pero todavía no han culminado ninguna investigación. Al dirigir sus pesquisas a ciertas personas, parecen tener motivaciones políticas. En México, el exdirector general de la petrolera estatal Pemex, Emilio Lozoya, está acusado de haberse embolsicado US$ 10.5 millones. Pero está con libertad condicional pues incriminó a adversarios políticos del presidente Andrés López Obrador.
En Argentina hay algo de esperanza. El 24 de febrero, Lázaro Báez, colaborador cercano de la vicepresidenta y expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, fue condenado a doce años de cárcel por lavado de dinero. Los intentos de partidarios de Fernández de capturar el Poder Judicial han fracasado hasta ahora.
Lava Jato ha demostrado que existen vías eficaces para combatir la corrupción de cuello blanco. “Se han aprendido algunas lecciones”, sostiene Delia Ferreira, abogada argentina y presidenta de Transparencia Internacional. Algunas grandes empresas han estrechado sus controles; pero este avance no se ha consolidado en una mayor independencia judicial.
No hay ejemplo más triste de la persistencia del problema que las denuncias en varios países de corrupción en la adquisición de suministros sanitarios durante la pandemia. En una de sus mayores batallas, América Latina está casi de vuelta en el punto de partida.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2021