Por Henry Brands
Cada era tiene una figura que despoja sus agradables ilusiones sobre hacia dónde se dirige el mundo. Esto es lo que convierte a Vladímir Putin en la persona más importante del todavía joven siglo XXI.
Durante la última semana, y durante la última generación, Putin ha hecho más que cualquier otra persona para recordarnos que el orden mundial que hemos dado por sentado es notablemente frágil. Al hacerlo, uno espera que haya persuadido a los principales beneficiarios de ese orden para que se tomen en serio la idea de salvarlo.
Putin no es el primer individuo en darle al “mundo civilizado” un golpe de realidad. A principios del siglo XIX, una década de agresión napoleónica puso fin a la creencia generalizada de que el comercio y las ideas de la Ilustración estaban marcando el comienzo de una nueva era de paz.
En el siglo XX, una serie de líderes fascistas y comunistas mostró lo rápido que el mundo podía descender a la oscuridad de la represión y la agresión. Más recientemente, nadie ha aplastado las devociones intelectuales de la era posterior a la Guerra Fría tan fuertemente como Putin.
No debería sorprendernos: en el 2007, mientras los intelectuales occidentales celebraban el triunfo del orden internacional liberal, Putin advirtió que estaba a punto de empezar a hacer retroceder ese orden. En un discurso abrasador en la Conferencia de Seguridad de Múnich, Putin denunció la difusión de los valores liberales y la influencia estadounidense. Declaró que Rusia no viviría para siempre con un sistema que restringía su influencia y amenazaba a su régimen cada vez más antiliberal.
No estaba bromeando. En casa y en el extranjero, las políticas de Putin han atacado tres principios básicos del optimismo posterior a la Guerra Fría sobre la trayectoria de los asuntos globales.
La primera fue una suposición alegre sobre la inevitabilidad del avance de la democracia. En la década de 1990, el presidente de Estados Unidos Bill Clinton habló de un mundo donde la democracia y el libre mercado “no conocerían fronteras”. En el 2005, el presidente George W. Bush promocionó la ambición de “acabar con la tiranía en nuestro mundo”. Putin tenía otras ideas.
Revirtió el experimento democrático inconcluso de Rusia y construyó una autocracia personalista. Ver a Putin humillar públicamente a su propio jefe de inteligencia en la televisión la semana pasada fue darse cuenta de que el país más vasto del mundo, poseedor de uno de los dos arsenales nucleares más grandes del planeta, ahora es el feudo de un solo hombre.
Y Putin difícilmente se ha contentado con destruir la democracia en su propio país. Ha contribuido, a través de ataques cibernéticos, a operaciones de interferencia política y otras formas de subversión a una “recesión democrática” global que ya dura más de 15 años.
Putin también ha hecho añicos un segundo principio de la mentalidad posterior a la Guerra Fría: la idea de que la rivalidad entre las grandes potencias había terminado y que, por lo tanto, los grandes conflictos violentos habían pasado quedado en el pasado. Rusia ya ha librado tres guerras de restauración imperial en la antigua Unión Soviética (en Ucrania, Georgia y Chechenia).
El ejército de Putin usó la guerra civil siria para practicar tácticas, como el bombardeo terrorista de civiles, que parecían arrancadas de épocas anteriores y más espantosas. Ahora Rusia está protagonizando la guerra convencional más grande de Europa en 75 años, con ataques anfibios, bombardeos aéreos a las principales ciudades e incluso amenazas nucleares.
La violencia, nos ha recordado Putin, es una característica terrible, pero tristemente normal de los asuntos mundiales. Su ausencia refleja una disuasión efectiva, no un progreso moral irreversible.
Esto se relaciona con un tercer tabú que Putin ha desafiado: la idea de que la historia va en una sola dirección. Durante la década de 1990, el triunfo de la democracia, la paz de las grandes potencias y la influencia occidental parecían irreversibles. La Administración Clinton tenía la idea de que los Estados que se oponían a esta tendencia solo podían ofrecer una resistencia atávica y condenada al progreso de la historia.
Pero la historia, como nos ha demostrado Putin, no se desvía por sí sola. La agresión puede tener éxito. Las democracias pueden ser destruidas por enemigos determinados. Las “normas internacionales” son en realidad reglas hechas y aplicadas por Estados que combinan un gran poder con una gran determinación. Lo que significa que la historia es una lucha constante para evitar que el mundo vuelva a caer en patrones de depredación de los que nunca podrá escapar de forma permanente.
Sin embargo, aquí Putin le ha hecho un favor a EE.UU. y a sus aliados, porque esa lección se está asimilando. Una semana de agresión rusa logró lo que una década de persuasión estadounidense no pudo: un compromiso por parte de Alemania de armarse de una manera acorde con una potencia seria.
Los países democráticos de todo el mundo están apoyando la campaña de sanciones más devastadora jamás dirigida a una gran potencia; están vertiendo armas en Ucrania para apoyar su resistencia sorprendentemente vigorosa.
Lo que es más importante, la táctica de Putin está produciendo un cambio de paradigma intelectual: un reconocimiento de que esta guerra podría ser el preludio de conflictos más devastadores a menos que la comunidad democrática castigue severamente la agresión en este caso y la disuada de manera más efectiva en otros.
Estamos en los primeros días de lo que podría ser una guerra larga y brutal. La resistencia ucraniana podría derrumbarse; Putin podría convertirse en dueño de un imperio muy extenso. Pero los primeros indicios son que él puede estar al borde de darse cuenta de una dura realidad: arrancarles su complacencia a sus enemigos es un gran error.