Por Clara Ferreira Marques
El 25 de diciembre de 1991, incapaz de superar el impacto de un golpe de Estado de línea dura meses antes y de los movimientos independentistas en las repúblicas soviéticas, Mijaíl Gorbachov dimitió. El último líder soviético quería reformar el comunismo, no reemplazarlo, pero no pudo contener las fuerzas centrífugas que habían desatado sus reformas. La URSS, enferma y desmembrada, llegó a su fin.
“El antiguo sistema se derrumbó antes de que el nuevo tuviera tiempo de empezar a funcionar”, dijo en su discurso final, pidiendo a Rusia que preservara las libertades democráticas que tanto le había costado conseguir. Al frente de Rusia, Boris Yeltsin revivió en cambio un sistema de poder personal que ha perdurado.
Preguntamos a algunos de los más destacados economistas, historiadores y observadores de Rusia y la Unión Soviética por qué este colapso sorprendió a tantos, y qué lecciones deberían extraer de él los actuales ocupantes del Kremlin y los estudiantes de la Rusia del presidente Vladimir Putin.
Sergey Radchenko es historiador de la Guerra Fría y profesor distinguido Wilson E. Schmidt de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de Johns Hopkins.
La razón por la que pocos predijeron el colapso soviético fue que la Unión Soviética parecía ser una poderosa potencia militar con un amplio aparato de seguridad. Pocos observadores comprendieron la poca legitimidad que poseía el sistema; que estaba carcomido por dentro por la podredumbre de la corrupción, por la pérdida de confianza en la ideología, por el pésimo nivel de vida y, por último, por las luchas internas de la élite. En última instancia, fue la deserción de la élite lo que lo hizo caer, eso y su falta de legitimidad general. ¿Qué propósito tenía la Unión Soviética, dado que la construcción del comunismo ya no estaba en juego?
Putin ha aprovechado el nacionalismo ruso, una fuerza mucho más poderosa para la unidad nacional de la que los soviéticos podrían haber presumido. Por lo tanto, como Estado-nación, la Rusia de Putin es intrínsecamente más estable. Sin embargo, enfrenta algunos de los mismos problemas que tuvo la URSS, incluyendo un déficit de legitimidad (en ausencia de elecciones libres y justas), corrupción en una escala nunca vista en la URSS, estancamiento del nivel de vida y, a medida que Putin envejece, por las luchas internas de élite.
De modo que, aunque es muy poco probable que la Rusia de Putin se fragmente en principados casi independientes en el corto plazo, el país ya ha entrado en una crisis prolongada. La única pregunta es qué nos espera al otro lado, y qué tan violento será el período de transición.
Sergei Guriev es profesor de economía en Sciences Po Paris. Fue rector de la Nueva Escuela de Economía de Moscú hasta 2013.
Es normal que la mayoría de la gente no pudiera predecir que la Unión Soviética, una de las dos superpotencias mundiales, se derrumbaría. Tales acontecimientos son muy raros en la historia. Sin embargo, había señales. Si algo no puede continuar para siempre, se detendrá; esa es la ley de [el economista estadounidense] Herbert Stein, formulada en 1986, y no sobre la Unión Soviética.
La economía soviética no podía generar un crecimiento de la productividad. Gorbachov tuvo que endeudarse para proporcionar niveles de vida estables. La Unión Soviética no podía reformarse porque el sistema era rígido. Finalmente, los mercados vieron que la Unión Soviética no podía pagar su deuda.
En tiempos más recientes, podemos referirnos a la crisis de las hipotecas “subprime” (aunque algunas personas y algunos economistas académicos la predijeron) y a la crisis griega (allí resultó que una parte sustancial de la deuda griega estaba oculta). Nadie esperaba un default dentro de la eurozona.
Putin ha aprendido muchas lecciones. En primer lugar, la política macroeconómica de Rusia es mucho más conservadora, la inflación está bajo control, hay grandes reservas, un presupuesto equilibrado y no hay deuda externa. En segundo lugar, con todo el dominio del Estado y las regulaciones de precios ad hoc, Rusia sigue siendo una economía de mercado y es mucho más eficiente y resistente que la soviética.
Sin embargo, el mundo debería recordar que si el régimen soviético se derrumbó, el ruso también puede hacerlo. El régimen soviético era ideológico y colegiado, el de Putin es personalista. Como dijo una vez el presidente de la Duma [Vyacheslav] Volodin: “Sin Putin no hay Rusia”. En este sentido, este régimen no puede durar para siempre. La Rusia posterior a Putin puede ser mejor o peor, pero sin duda será diferente.
Yevgenia Albats es periodista de investigación y editora de The New Times. También es investigadora no residente d el Centro Davis de Estudios Rusos y Eurasiáticos de la Universidad de Harvard.
Es bastante sorprendente que el Rojo Atardecer no haya sido proyectado por el ejército de sovietólogos, especialistas en inteligencia y politólogos.
Desde mi humilde punto de vista, hay tres razones principales para tal fracaso. La primera es comprensible: se trata de la falta de información real recopilada sobre el terreno, en lugar de ver los cambios entre los principales rostros del Partido Comunista en el podio del mausoleo de Lenin durante los desfiles militares.
La segunda razón tiene que ver con la sobrepolitización del análisis académico. Por ejemplo, el famoso “imperio del mal” de Ronald Reagan, como calificó a la URSS (los disidentes dentro de la URSS lo apreciaban mucho), que condujo a las llamadas guerras espaciales —la escalada de la carrera armamentista— fue considerado de línea dura por muchos en los círculos académicos, como descubrí cuando llegué a Harvard para hacer un doctorado. Sin embargo, esa política de línea dura puso un clavo bastante importante en el ataúd de la economía soviética sobremilitarizada y contribuyó al colapso del régimen.
Por último, la tercera razón y la más condenatoria, por su efecto duradero, fue la práctica de una personalización excesiva de la política a expensas de las instituciones. Fue cierto en lo que respecta a Gorbachov y las instituciones de la URSS. Del mismo modo, es válido con el actual líder ruso convertido en dictador de los últimos 20 años, Vladimir Putin, a quien muchos especialistas en la materia consideraron pragmático y reconocieron mucho más favorablemente que a su antiguo y a menudo borracho predecesor, Boris Yeltsin.
En consecuencia, casi nadie [hace 20 años] previó el peligro que suponía el hecho de que Putin fuera un representante de la institución soviética más represiva y poderosa, la KGB. Si uno expresaba la preocupación, diciendo que una institución basada en la fuerza brutal en lugar de en el Estado de derecho se hacía cargo de Rusia, la respuesta habitual (hasta la llamada de atención en el 2014 con la anexión de Crimea) era: George HW Bush fue el jefe de la CIA.
El regreso triunfal de la KGB desde el olvido fue muy ignorado y subestimado en el análisis del desarrollo ruso. Las consecuencias están ahí ahí mismo, en la frontera con Ucrania, con más de 100,000 soldados rusos a punto de invadir un país vecino.
Serhii Plokhy es profesor de historia de la Universidad de Harvard y director del Instituto de Investigación de Ucrania de la universidad. Es el autor de “El último imperio: Los días finales de la Unión Soviética”.
La Unión Soviética era conocida por los responsables políticos en Washington y de las capitales europeas, los periodistas y el público en general, sobre todo como Rusia, si no un Estado-nación al estilo europeo, luego una especie de Estados Unidos con repúblicas en lugar de estados estadounidenses. Durante la Guerra Fría, las dos superpotencias compartían su animoversión hacia imperios anticuados como el británico y cortejaban a las antiguas colonias imperiales que se convirtieron en naciones independientes entre las décadas de 1950 y 1970.
Pero la Unión Soviética, o “Rusia”, no era considerada un imperio [en casa] porque sus gobernantes afirmaban haber resuelto la cuestión de las nacionalidades del Imperio ruso anterior a 1917 creando un “pueblo soviético” unitario sobre la base del internacionalismo marxista.
Por ello, fue una gran sorpresa para Occidente que en 1991 la Unión Soviética muriera como un imperio, desintegrándose a lo largo de las fronteras étnicas de sus 15 repúblicas. Otras naciones aspirantes dentro de la Unión Soviética, como Chechenia, también lucharon sin éxito para salir del vientre imperial.
Se podría haber esperado que la sovietología occidental predijera este resultado, pero casi no prestó atención a la composición multiétnica de la Unión Soviética, centrándose en cambio en la política del Kremlin, Rusia, la ideología comunista y las capacidades militares de la URSS. Pocos expertos, por no hablar del público occidental en general, se dieron cuenta de que los rusos constituían solo un poco más de la mitad (50.8%, para ser exactos) de lo que los propagandistas del Kremlin llamaban el “pueblo soviético”.
Según el último censo, los rusos representan aproximadamente el 81% de la población de la Federación Rusa postsoviética. ¿Cuántos políticos y diplomáticos tienen esto en cuenta hoy en día, y qué parte del público en general sabe que casi una quinta parte de los “rusos” actuales no son en absoluto rusos étnicos? Pocos, en el mejor de los casos. En muchos casos, los no rusos viven en territorios ancestrales que fueron anexados por San Petersburgo o Moscú en la época zarista, cuando era el Imperio ruso multiétnico. Dado este punto ciego de Occidente con respecto a los no rusos, muchos de los cuales no se consideran iguales en la “Federación Rusa”, nos esperan más acontecimientos políticos impactantes en el futuro.
Tatiana Stanovaya es fundadora y directora ejecutiva de la empresa de análisis político R. Politik y académica no residente del Carnegie Moscow Center.
Hay al menos tres temas delicados relacionados con la Unión Soviética que tienen un enorme significado emocional a nivel personal para Putin, y que el mundo debería tener en cuenta a la hora de tratar de comprender los motivos de Putin. En primer lugar, cree que Rusia debe ser un Estado unitario y que la experiencia soviética que implicaban las autonomías nacionales fue un gran error.
En varias ocasiones, Putin acusó a Lenin de colocar “una bomba figurativa bajo la condición de Estado ruso al ofrecer a diferentes nacionalidades sus propios territorios y el derecho a la secesión”, “rompiendo un Estado de 1,000 años de antigüedad”, algo que Putin cree que puede restaurar e imponer. Esto demuestra lo mucho que le disgusta a Putin tratar con una Rusia federalizada y que preferiría tratar con el país que gobernaba como una sola unidad. También demuestra el fuerte temor de Putin a las ambiciones regionales.
En segundo lugar, Putin lleva años creando el culto al Estado, es decir, que el Estado como institución tiene una prioridad incondicional sobre cualquier otro interés social o privado y actúa en función del interés nacional a largo plazo. Por eso ha buscado, por ejemplo, rehabilitar el régimen de Stalin —a pesar de su condena personal de la represión política y el terror de masas, cree que en algunas circunstancias críticas el Estado puede tener poderes de “emergencia” y actuar mucho más allá de la ley si los “intereses nacionales” así lo exigen. Creer en este derecho del Estado a recurrir a acciones extraordinarias le otorga la justificación moral e histórica para acciones que pueden cruzar las líneas rojas de otros actores mundiales. Sin embargo, también cree que los Estados deben acordar entre ellos normas comunes bajo los principios de interdependencia y garantías de no agresión multilateral.
En tercer lugar, Putin cree que las prioridades del Estado son sagradas. Piensa que el Estado debe estar protegido de las críticas “políticas”, ya que estas debilitan al Estado y lo hacen más vulnerable en un entorno hostil. Dado que Putin considera que Rusia hoy es una fortaleza asediada, bajo una amenaza geopolítica permanente, reprimirá severamente cualquier oposición real, porque considera que está en contra del Estado, no en contra de su propio régimen político.
Eso también explica el regreso del discurso político que alaba algunas prácticas soviéticas como los Jóvenes Pioneros, el Komsomol, la educación patriótica, etc. Esto no significa que Rusia pueda caer en la sovietización de la vida cotidiana, pero seguramente se alejará de los procedimientos democráticos y se acercará más a la consolidación política y social coercitiva que a la diversidad política y lo debates abiertos.
Vladislav Zubokes profesor de historia internacional de la London School of Economics. Su libro más reciente es “Collapse: The Fall of the Soviet Union”.
Los observadores e historiadores explican el repentino colapso soviético en 1991 por factores estructurales a largo plazo, como una economía planificada en bancarrota, una ideología comunista caduca, las presiones de la Guerra Fría y la rebelión de los nacionalistas en las zonas fronterizas. Como explica mi libro, el colapso fue causado por las decisiones de Mijaíl Gorbachov, sobre todo por reformas económicas notablemente mal diseñadas y una rápida liberalización política. Crearon una tormenta perfecta que engulló al barco soviético y a su desventurado capitán.
Las reformas económicas de Gorbachov arruinaron el rublo y dejaron al centro sin fondos. Sus reformas político-constitucionales provocaron motines en toda la Unión Soviética. El fenómeno más fatídico del Rexit: el separatismo de los rusos, cuyo descontento encontró un líder en Boris Yeltsin. Los rusos hicieron naufragar “el imperio” que muchos creían suyo, y el Estado central. La URSS murió por la implosión del centro, no por las presiones de la periferia.
Vladimir Putin extrajo importantes lecciones de esta historia. Se comprometió a mantener la estabilidad macroeconómica a toda costa y acumuló enormes reservas financieras como medida de seguridad. No está dispuesto a abrir sus arcas ni siquiera en tiempos de pandemia. Dedicó enormes recursos, ayudados por los precios del petróleo, a restaurar el poder del Estado, el Ejército, la Policía y el monopolio de la violencia.
Sin embargo, hay una lección que a Putin le cuesta. La URSS era una confederación y se disolvió irrevocablemente cuando su núcleo, la Federación Rusa, reclamó su independencia y soberanía. ¿Podría ocurrir lo mismo con esta federación? La Constitución rusa es ahora un camino de ida: no hay salida para los súbditos de la federación, incluyendo la anexada Crimea y la conquistada Chechenia.
Sin embargo, los riesgos persisten. Como muestra la historia de 1991, la principal fuente de inestabilidad para el Estado no son solo las minorías nacionales rebeldes, sino también la mayoría rusa, cuando, por razones económicas o históricas, se rebela contra su propio Estado.
Archie Brown es profesor emérito de política de la Universidad de Oxford. Su libro más reciente, “The Human Factor: Gorbachev, Reagan, and Thatcher, and the End of the Cold War”, ganó el premio Pushkin House Book Prize 2021.
No acepto todas las premisas de esa pregunta. La vulnerabilidad del Estado soviético multinacional en condiciones de pluralismo político no fue una sorpresa. La verdadera sorpresa fue un líder soviético, Mijaíl Gorbachov (incluso uno al que yo había identificado desde principios de la década de 1980 como un reformista), llegara a abrazar el pluralismo político tanto en la teoría como en la práctica. Después de eso, todas las apuestas se cerraron.
Los especialistas serios en la Unión Soviética sabían muy bien que había algunas naciones dentro del Estado multinacional soviético —en primer lugar, estonios, lituanos y letones— que llevaban mucho tiempo anhelando la independencia. Pero antes de los años de la perestroika, estaba claro que la defensa del separatismo solo conducía al gulag o incluso a la ejecución.
Gorbachov deseaba mantener unida a la Unión Soviética, pero de forma diferente. Tras subestimar en un principio la importancia que adquiriría la “cuestión nacional”, trató de convertir una federación en gran medida formal en un Estado genuinamente federal. Sin embargo, al liberalizar y luego embarcarse en la democratización del sistema, aumentó las expectativas y sacó a la superficie de la vida política los agravios e injusticias reprimidos durante décadas de Gobierno totalitario o autoritario.
Una nueva libertad de expresión se convirtió en 1988-89 en una importante libertad de publicación. Esto permitió que se expresaran las aspiraciones nacionales de las minorías a una mayor autonomía. Y las disputadas elecciones de marzo de 1989 para una nueva legislatura permitieron a los votantes de las repúblicas bálticas, Georgia y Ucrania occidental elegir diputados que defendieran la causa nacional.
Pero las autoridades federales soviéticas seguían teniendo el monopolio de los medios de coerción —tropas de la KGB, del Ejército y del Ministerio del Interior—, y si Gorbachov hubiera estado tan dispuesto como sus predecesores a utilizar la fuerza abrumadora de que disponía, el separatismo podría haber sido frenado en seco. Estaba sometido a una gran presión por parte de los altos funcionarios del partido-Estado, y del complejo militar-industrial, para que adoptara dicha represión. Como el líder más pacífico de la historia soviética, intentó mantener unida a la Unión reformada mediante la negociación y el acuerdo.
Gorbachov podría haber conseguido mantener a la mayoría de las repúblicas soviéticas (aunque, a falta de coerción, menos a los estados bálticos) en lo que llamó una “federación renovada” si Boris Yeltsin no hubiera exigido la “independencia” rusa de la Unión. Resultaba paradójico que un líder ruso impulsara la ruptura de una Unión Soviética que era, en muchos aspectos, una Gran Rusia. Pero la abrumadora ambición de Yeltsin era el poder político y ocupar el lugar de Gorbachov en el Kremlin.
Era previsible que las acciones de Yeltsin condujeran a la desintegración de la Unión Soviética o a que las autoridades federales tomaran medidas enérgicas contra los movimientos disidentes. Un Gorbachov que se resistiera a utilizar la fuerza coercitiva a su disposición podría haber sido sustituido por quienes no tuvieran esos escrúpulos.
Pero los partidarios de la línea dura dejaron su golpe demasiado tarde, poniendo a Gorbachov bajo arresto domiciliario en agosto de 1991. Eso fue dos meses después de que Yeltsin fuera elegido presidente de Rusia, adquiriendo así una legitimidad popular que le permitió desafiarlos. Y los propios golpistas se habían visto lo suficientemente afectados por el cambio de ambiente que supusieron las reformas de Gorbachov como para que, a diferencia de Deng Xiaoping en Pekín en 1989, no estuvieran dispuestos a masacrar a cientos de personas para restaurar el orden tradicional.
Los observadores expertos eran conscientes de las diversas fuerzas que empujaban en distintas direcciones en 1990-91, y de la posibilidad real de una ruptura soviética. Pero qué fuerzas prevalecerían dependía de decisiones y contingencias que eran imprevisibles incluso para los propios actores políticos principales. Tanto Gorbachov como Yeltsin se vieron sorprendidos por el golpe de Estado de agosto de 1991 (que aceleró la desintegración de la Unión Soviética que se pretendía evitar), mientras que los golpistas no esperaban que su toma de poder se derrumbara en pocos días. Por lo tanto, sería extraño esperar que alguien más predijera el resultado de unos acontecimientos que podrían haber tomado un curso muy diferente.