Por Santiago Aparicio
En un rincón de su lujosa residencia en Wollerau, en el cantón suizo de Schwyz, Roger Federer contempló, días atrás, la irrupción de Carlos Alcaraz hacia la cima del tenis mundial, ese lugar que hizo suyo durante 310 semanas y que tan lejos ve ahora, cuando aún termina de asimilar el adiós definitivo de las pistas y que ha tenido que anunciar.
Lleva un tiempo sin atravesar la puerta de los clubes y pisar un vestuario, de intercambiar golpes en una cancha en el tour profesional el suizo de 41 años que ha optado por emitir un comunicado para anunciar a sus millones de seguidores y a la opinión pública que su carrera tiene ya fecha de caducidad.
Será después de la Copa Laver, la semana próxima en Londres, cuando irrumpa ante el público por última vez. Había dejado entrever que su despedida sería más adelante, en Basilea, el torneo de su ciudad. Pero será antes. Se echa a un lado en el circuito, en los Grand Slam. Aunque la raqueta siempre irá con él.
Federer, que nunca tuvo que dejar un partido a medias por una lesión, pone fin a su recorrido incapaz de salir adelante de la dolencia en la rodilla derecha que le ha lastrado en los tiempos recientes. Tres operaciones, largos procesos de rehabilitación y el deterioro natural del estado físico por el paso del tiempo han terminado por desgastar el espíritu competitivo del helvético de los veinte Grand Slam, 103 títulos, 1,251 victorias...
El que llegó a ser el número uno del mundo de mayor edad en la historia del tenis, en febrero del 2018, a los 36 años, ha optado por Londres como lugar de despedida. Un lugar especial para el de Basilea, que tantas veces reinó en Wimbledon, donde se le vio por última vez, en julio del año pasado, para intentar progresar en el tercer grande de la temporada.
Llegó hasta los cuartos de final, superado por el polaco Hubert Hurkacz. Había conseguido salir airoso de los enfrentamientos contra los franceses Adrian Mannarino y Richard Gasquet. Después estuvo apurado ante el británico Cameron Norrie y en octavos venció con autoridad al italiano Lorenzo Sonego. No alcanzó la semifinal y la pista central del All England Club le despidió a lo grande, como un héroe, como un hombre que disparó la proyección de un evento sin igual. Agradecido al jugador que escribió muchas de las páginas más espectaculares y bellas, sobre la hierba que hizo suya. Que tantas veces pisó y que tantas veces contempló exitoso el cielo londinense.
Federer reinó en la Catedral muchas más veces de las ocho ediciones que ganó. Nadie como él portó la chaquetilla blanca para completar los metros de recorrido entre el vestuario y su silla en un lado de la cancha. Algo cambiaba en la cancha central londinense, entregada a la tradición y sostenida por el pasado.
Un estilo sin parangón trazó el recorrido de Roger Federer desde el principio que maduró a golpe de raqueta. Supo dejar atrás este tipo de Basilea el carácter indomable con el que irrumpió de joven en la pista. Atrás, muy atrás quedaron raquetas rotas y desafíos a los jueces. Moldeó su personalidad a la misma velocidad que ganaba partidos, sumaba horas en pista y agrandaba su historial. No merecía ese tenis elegante que siempre le acompañó ese temperamento que enterró hasta erigirse en un caballero.
Nada más próximo a la perfección que el tenis desempeñado por Federer. De toque suave, fino, sutil. Un refinado revés, a una mano. De saque certero y volea precisa, contundente. Un tenis divertido, al ataque, sin especular. Una puesta en escena impecable, distanciada de la armadura física a la que recurrían gran parte de sus rivales y de la dedicación que requería el mantenimiento de sus adversarios.
No aparentaba necesitarlo Roger, en el que todo siempre fue armonía. Sin golpes sobresalientes y en el que todo parecía perfecto, sin fisuras. Competitivo como nadie. Un genio. La clase en cada golpe, en cada gesto.
Irrumpió Federer cuando el tenis oscilaba entre la osadía del australiano Lleyton Hewitt y el sueco Thomas Enqvist y disfrutaba aún de la impronta de legendarios como Andre Agassi o Pete Sampras. Se tuteó, también, con españoles como Juan Carlos Ferrero, en su mejor época, o Alex Corretja, entre los mejores del mundo. E impuso su dominio, su absolutismo.
Mantuvo el tipo el suizo a pesar de la aparición fulgurante de Rafael Nadal, con el que mantuvo un mano a mano sin igual. Una de las grandes batallas deportivas de todos los tiempos. Sus duelos llegaron a ser un clásico en el tenis. Triunfos para uno, victorias para otro.
Nadal reinaba en la tierra. Desde el principio. Hasta que en el 2009, en la final del Abierto de Australia, arrebató el éxito al tenista helvético que no pudo contener las lágrimas de subcampeón en la entrega de trofeos.
Y en medio surgió Novak Djokovic. Y Andy Murray apartado de la circulación por las lesiones de forma precipitada cuando el tenis llegó a ser solo de los cuatro. La alternancia y el reparto invadió la dictadura anterior del suizo, que nunca se dio por vencido y que mantuvo el pulso a pesar del empuje del resto y de su mayor juventud.
Siguió ganando Federer, que levantó copas y trofeos hasta el 2019, cuando su tenis empezó a ofrecer sus últimos coletazos a alto nivel. Aquél año ganó cuatro torneos. Dubai, Halle, el Masters 1,000 de Miami, su último gran premio, y Basilea, en su ciudad, donde triunfó por última vez.
Fue el Abierto de Australia del 2018 su último Gran Slam. El número veinte de su registro. El que le mantuvo durante un tiempo como el mejor, como el hombre con más ‘major’ de la historia. Djokovic y Nadal le dieron caza y la igualdad se prolongó. El ‘Big Three’. Después, Nadal le rebasó. También Nole. Ya no tuvo tiempo para mantener la puja y prolongar el pulso.
Roger Federer dice adiós. Fija su despedida. Tres semanas después de que Serena Williams abandonara el circuito ovacionada en Nueva York, Federer prepara su despedida. En Londres, su casa. En un mes, dos leyendas se marchan. Dos vacíos irremediables, dos estilos únicos, para la eternidad del circuito.