Tel Aviv, la ciudad más cara del mundo, hogar de imponentes rascacielos, playas mediterráneas y un insaciable ecosistema emprendedor, alberga también a una minoría empobrecida que resiste como puede el elevado coste de vida y el avance de la gentrificación.
Cables sueltos, ratas muertas, personas durmiendo en la calle y basura, mucha basura, que se ve, se huele y hasta se come. La otra cara de Tel Aviv, a escasos metros al sur del corazón financiero de la frenética urbe catalogada recientemente como la más cara del mundo por la revista The Economist.
Se trata de dos barrios, Shapira y Nevé Shaanán, un microcosmos de idiomas, religiones e historias de supervivencia en el que antiguos residentes israelíes se mezclan con trabajadores migrantes y solicitantes de asilo africanos, todos con un mismo fin: vivir en Tel Aviv y no morir en el intento.
“Los israelíes del resto de la ciudad no pisan esta zona, y cuando lo hacen quedan atónitos, no tienen idea de lo que pasa acá”, comenta Ami Giz, guía turístico que vive en el barrio y que durante la pandemia subsistió a base de paseos a israelíes por el patio trasero de Tel Aviv.
“Hay un Tel Aviv de Rotschild hacia el norte, donde todo es bonito, organizado y de primera, y hay otro de Rotschild para el sur”, señala Kobi Aharami, residente de Shapira desde su nacimiento, frente a la tienda en la que vende desde plantas hasta utensilios de cocina usados.
El bulevar Rotschild, una de las típicas arterias de la ciudad atestadas de monopatines eléctricos y espacios de cotrabajo, no se parece en nada a la calle Mesilat Yesharim, que alberga la tienda de Aharami, múltiples viviendas destartaladas que durante el día funcionan como comercios y el único carril bici del barrio, obstaculizado por baches de tierra con restos de plantas secas.
En esa misma calle tiene una lavandería Idris Adam, uno de los casi 30,000 solicitantes de asilo de Eritrea y Sudán que residen en Israel, la mayoría de ellos hacinados en pequeños apartamentos en el sur de Tel Aviv.
Según cifras difundidas por el diario Haaretz, este colectivo, junto con un numeroso y diverso grupo de trabajadores migrantes, representa dos tercios de la población de Nevé Shaanán y un porcentaje considerable de la de Shapira, barrios que les ofrecen alquileres asequibles y cercanía a sus puestos de trabajo.
“La vida aquí es buena, siento que soy parte de una comunidad y de una familia, pero cada vez me cuesta más mantener mi negocio por el aumento de precios y del alquiler, que sube cada año”, explica Adam, originario de Sudán.
Ese aumento de precios, una queja unánime entre las decenas de residentes con los que dialogó Efe, se debe en parte a la creciente gentrificación: en Shapira mediante la migración de jóvenes artistas y estudiantes desde barrios más caros, y en Nevé Shaanán con la compra de inmuebles por parte de enormes promotoras inmobiliarias decididas a revalorizarlo.
Según Nathan Marom, profesor de la Reichman University que estudia desde hace años la evolución del ecosistema urbano de Tel Aviv, este proceso se debe al cada vez más elevado coste de vida en la ciudad y desencadenará la inevitable partida de aquellos con menos recursos hacia zonas más pobres en las afueras o incluso otras ciudades.
“Esto es una lástima, porque Tel Aviv perderá así muchas de las características que la convierten en una ciudad cosmopolita”, alerta.
“Conservará algunas como la presencia de compañías multinacionales y el turismo, pero perderá otros elementos importantes, como el ser un hogar para trabajadores migrantes, que aún serán requeridos para empleos más precarios”, explica.
Uno de los recién llegados es Yahel Idán, artista israelí que ya no se podía permitir los 5,000 shéquels (1,400 euros) mensuales que pagaba por un pequeño apartamento en otro barrio de la ciudad, y que se dice preocupado de que el auge de la alta tecnología termine convirtiendo a Tel Aviv en una ciudad solo para ricos.