Cada día, las pantallas de todo el mundo se llenan de imágenes desoladoras de Gaza, donde casi dos millones de palestinos se han visto obligados a abandonar sus hogares. En el Congo, Sudán, Siria y Ucrania, el número de desplazados es aún mayor. La mayoría de la gente siente compasión cuando ve a otros seres humanos huyendo de bombas, balas o machetes. Pero muchos también experimentan otra emoción: miedo.
Visto a través de una pantalla, el mundo puede parecer violento y aterrador incluso para los habitantes de lugares ricos y seguros. A muchos les preocupa que un número cada vez mayor de refugiados y otros inmigrantes crucen sus fronteras. Los políticos nativistas hablan de “invasión”.
El miedo ha alterado la política del mundo adinerado. Un hombre que abogó en su momento por prohibir el Corán podría ser el próximo primer ministro neerlandés. El Partido Conservador británico pisotea las normas constitucionales para intentar enviar a los solicitantes de asilo en un viaje solo de ida a Ruanda. Donald Trump le dice a una multitud enfervorizada que los inmigrantes ilegales están “envenenando la sangre de nuestro país”.
Es necesario tener un poco de perspectiva. La inmensa mayoría de las personas que emigran lo hacen voluntariamente y sin dramas. Por mucho que se hable de cifras récord y de crisis sin precedentes, la proporción de personas que viven fuera de su país de nacimiento es de apenas el 3,6%; esta cifra casi no ha cambiado desde 1960, cuando era del 3.1%.
El número de desplazados forzosos fluctúa enormemente en función del número de guerras, pero no muestra una clara tendencia al alza a largo plazo. El total ha aumentado de forma alarmante en la última década, pasando del 0.6% en 2012 al 1.4% en 2022. Pero esto es solo una sexta parte del porcentaje tras la Segunda Guerra Mundial.
La idea de que los refugiados suponen una grave amenaza para los países ricos también es descabellada. La mayoría de los fugitivos del peligro no van muy lejos. De los 110 millones de personas que la ONU clasificó como desplazados forzosos a mediados de 2023, más de la mitad permanecieron en sus propios países.
Apenas el 10% había llegado al mundo rico, una cifra un poco mayor a la de la población de Londres. No es una cantidad insignificante, pero es claramente manejable si los gobiernos cooperan. En conjunto, los países más pobres acogen nueve veces más desplazados con menos recursos y menos histeria.
La derecha populista atiza el miedo a las cifras abrumadoras para ganar votos. En la izquierda, algunos exacerban el problema de distintas maneras. Conceder beneficios a los solicitantes de asilo sin facilitarles el acceso al trabajo es una garantía de que se volverán una carga, y por eso el partido antinmigración sueco tiene ahora parte del poder.
Pedir la abolición de los controles fronterizos, como hacen algunos radicales estadounidenses, aterroriza al votante promedio. Insistir en que todo el mundo debe ser definido por su raza y dar un orden jerárquico con el grupo mayoritario en último lugar, y luego exigir que Estados Unidos admita a millones más de miembros de grupos minoritarios, es una receta para asegurar la reelección de Trump.
Una estrategia más sensata para abordar la migración tendría en cuenta dos cosas. En primer lugar, los desplazamientos suelen mejorar la situación de las personas, mucho más de lo que habría podido mejorar en sus lugares de origen. Quienes huyen del peligro encuentran seguridad. Los que buscan un nuevo comienzo encuentran oportunidades.
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Los emigrantes de países pobres a países ricos ven aumentar enormemente sus salarios, y esto no afecta los salarios de nativos o los afecta en muy pequeña medida. La movilidad también permite a las familias distribuir los riesgos. Muchos se organizan para juntar dinero y enviarlo a un pariente a una ciudad o a un país más rico, de modo que tenga al menos un ingreso que no dependa del clima local.
En segundo lugar, los países receptores pueden beneficiarse de la inmigración, sobre todo si la gestionan bien. Los destinos más deseables pueden atraer a las personas con más talento y espíritu emprendedor del mundo. En Estados Unidos, los inmigrantes tienen casi el doble de probabilidades de crear una empresa que los nativos y cuatro veces más de ganar un Premio Nobel de ciencias.
Los inmigrantes menos calificados suplen las carencias de una fuerza laboral envejecida y liberan a los nativos para que realicen tareas más productivas (por ejemplo, cuando una niñera extranjera permite a dos padres trabajar a tiempo completo).
Un planeta más móvil sería más rico: según un cálculo, la libre circulación duplicaría el PBI mundial. Estos beneficios colosales siguen sin materializarse porque recaerían sobre todo en los migrantes, que no pueden votar en los países a los que quieren trasladarse.
Aun así, en lugar de dejar todos estos billones de dólares en el suelo, los gobiernos sabios deberían encontrar la manera de compartir parte de ellos. Esto significa persuadir a los votantes de que la inmigración puede ser ordenada y legal, y demostrar que los inmigrantes no solo pagan su viaje, sino que aportan al bien colectivo.
Así pues, la seguridad fronteriza debe ser estricta, pero debe agilizarse el lento proceso de denegar o conceder la entrada. Debería admitirse un número realista de trabajadores, seleccionados principalmente por las fuerzas del mercado, como las subastas de visados.
Los inmigrantes deben tener libertad para trabajar y pagar impuestos, pero no para recibir las mismas prestaciones sociales que los ciudadanos, al menos durante un tiempo. Algún día habrá que modernizar el desgastado sistema mundial de asilo y compartir de manera más equitativa la tarea de ofrecer refugio. El acuerdo provisional de la UE anunciado el 20 de diciembre es un pequeño paso en la dirección correcta.
Los pesimistas de la derecha argumentan que más inmigración generará desorden, ya que las personas de culturas ajenas no se asimilarán. Sin embargo, los estudios no encuentran pruebas sólidas de que los países diversos sean menos estables: basta contrastar la homogénea Somalia con la multicolor Australia.
Los pesimistas de la izquierda dicen que Occidente nunca dejará entrar a mucha gente ni tratará con justicia a los recién llegados porque es incorregiblemente racista. No obstante, aunque el racismo persiste, ha disminuido más de lo que muchos creen. Cuando nació Barack Obama, los matrimonios entre distintas razas eran ilegales en gran parte de Estados Unidos, y muchos británicos seguían pensando que tenían el derecho y el deber de gobernar otras naciones.
Ahora, una quinta parte de los nuevos matrimonios estadounidenses son mixtos, y a los británicos no les causa impacto que un descendiente de súbditos coloniales sea su primer ministro. Los indios británicos, los chino-canadienses y los nigeriano-estadounidenses ganan más que sus compatriotas blancos, lo que sugiere que el racismo no es el principal factor determinante de sus oportunidades en la vida.
El camino hacia occidente sigue en marcha
En el futuro, el cambio climático puede impulsar a la gente a desplazarse más. Pero esto será gradual, y dos fuerzas pueden tener el efecto contrario. Se ralentizará el desplazamiento de las granjas a las ciudades —un movimiento de masas mucho mayor que la migración transfronteriza—, pues la mayor parte del mundo ya es urbana.
Además, la humanidad perderá movilidad a medida que envejezca. Actualmente, los países ricos tienen una magnífica oportunidad de importar juventud, cerebros y dinamismo. Puede que esta oportunidad no dure para siempre.
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