La relación entre México y Estados Unidos se encuentra en un precario y algo extraño equilibrio. Aunque el presidente Andrés Manuel López Obrador arremete regularmente contra Estados Unidos por las supuestas infracciones a la soberanía de México, también hace contorsionismo para apoyar las políticas de inmigración del presidente Biden.
AMLO, como se le conoce al presidente, ha aceptado de Estados Unidos a miles y miles de no mexicanos con los que no sabe qué hacer. Ha llevado a inmigrantes al sur, lejos de la frontera con Estados Unidos e impuesto restricciones de visa a una variedad de países para evitar que sus ciudadanos pasen por México en su camino hacia el norte.
“Lo que AMLO acordó hacer por Estados Unidos es irracional”, dijo Stephanie Brewer de la Oficina de Washington para América Latina. “Todo este discurso de soberanía es solo una gran simulación”. Pero obtiene algo a cambio.
Ya sea que desmantele la cooperación contra el crimen organizado, persiga políticas energéticas que infrinjan los acuerdos comerciales regionales, involucre a las fuerzas armadas para dirigir el Estado mexicano, ataque al poder judicial y a la prensa, o intente estrangular las instituciones que apoyan la democracia mexicana, la administración Biden le ha dado hasta ahora un pase a AMLO.
El fentanilo está a punto de acabar con esa incómoda entente. En los últimos tres años, el poderoso opioide sintético ha llegado a la cima de la lista de preocupaciones de Washington, matando a decenas de miles de estadounidenses y presentando a los republicanos una potente arma política para desplegar contra Biden.
La epidemia de opiáceos equivale a un desafío existencial a la política de la Casa Blanca hacia su vecino del sur, que se irrita ante la sugerencia de que el fentanilo es culpa suya y, al menos en público, se niega a poner manos a la obra para resolver lo que considera un problema estadounidense.
¿Cuánta presión puede ejercer la Casa Blanca sobre México al servicio de la guerra contra las drogas, antes de que ponga en peligro la cooperación en la tan importante guerra contra la inmigración? ¿Hasta qué punto puede México ignorar las súplicas de Estados Unidos antes de que Washington comience a contemplar nuevas tácticas, como auditorías disruptivas de las decenas de miles de millones de dólares en remesas que fluyen hacia las comunidades de todo México?
Ambas partes tienen una amplia gama de razones para mantener la relación bilateral en equilibrio. Pero el sentido común puede no ser suficiente para capear el mar embravecido de la próxima temporada política.
No se trata solo de que México y Estados Unidos celebren elecciones presidenciales el mismo año por primera vez en más de una década. Desde la administración Trump, el Partido Republicano ha estado bastante de acuerdo en que México es un enemigo retórico conveniente. López Obrador, por su parte, ha pasado los últimos cinco años desempolvando el antiguo antiamericanismo de los mexicanos. Es una mezcla explosiva.
Los aspirantes a las primarias republicanas ya hablan de México de la misma manera que solían hablar de Irak. Desde el principio, Trump prometió “acabar con los cárteles, tal como acabamos con ISIS y el califato de ISIS”, mientras que Ron DeSantis prometió “entrar con todas las armas encendidas”. Incluso los candidatos más moderados están engrasando sus armas.
Tim Scott dijo que traerá “el ejército más grande del mundo” para luchar contra los cárteles mexicanos de la droga. “Cuando se trata de los cárteles”, dijo Nikki Haley, “le dices al presidente mexicano: ‘O lo haces tú o lo hacemos nosotros’”.
La sed de sangre se extiende más allá del Partido Republicano. Exfuncionarios estadounidenses de alto rango, incluido un exembajador en México y exjefes del Departamento de Seguridad Nacional y la CIA, firmaron una carta en la que pedían que el fentanilo se clasificara como arma de destrucción masiva (¿los recuerdan?).
El secretario de Estado, Antony Blinken, dijo al Senado que consideraría etiquetar a los cárteles mexicanos de la droga como organizaciones terroristas, una medida que probablemente afectaría la relación más amplia, incluido el turismo y el comercio bilateral, dada la participación de los cárteles mexicanos en otros negocios de exportación además de las drogas.
El Gobierno mexicano se da cuenta de que esto podría ponerse feo. A pesar de afirmar que en México no se produce fentanilo (afirmación que contradice los testimonios del propio gobierno), López Obrador ha tratado de parecer solidario. Capturó a Ovidio Guzmán López, uno de los cuatro hijos de Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera, el exlíder del Cártel de Sinaloa quien hoy cumple sentencia en la cárcel.
Roberto Velasco, quien encabeza la unidad Norteamérica en la secretaría de Relaciones Exteriores de México, dice que México está poniendo recursos reales en el combate al tráfico de opioides, aumentando la vigilancia en los puertos mexicanos, publicando un registro de precursores prohibidos y confiscando toneladas de fentanilo. Sin embargo, los funcionarios mexicanos no están en sintonía con sus colegas estadounidenses.
“Decir que México no está haciendo lo suficiente es una falta de respeto”, dijo Velasco. “También se podría decir que Estados Unidos no está haciendo lo suficiente”. La Administración de Control de Drogas, por ejemplo, debería pasar menos tiempo culpando a México y más tiempo cerrando la distribución dentro de Estados Unidos “Hay unos miles de kilómetros desde la frontera hasta Nueva York”, señaló Velasco, y agregó que esperar a resolver el problema por completo en México “es la fórmula de los irresponsables”.
Detrás de la retórica política hay un obstáculo más fundamental para la colaboración entre Estados Unidos y México: sus objetivos finales en la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado son diferentes. Estados Unidos quiere acabar con las drogas. México quiere detener la violencia. Y no son lo mismo.
El sueño a largo plazo del Gobierno mexicano puede ser erradicar a los narcotraficantes y al narcotráfico. Pero hasta que pueda encontrar una manera de hacerlo, estaría conforme con un mundo donde los carteles hicieran parte de sus negocios sin tanto derramamiento de sangre. Como señala Falko Ernst del International Crisis Group, “sacar las drogas no es el objetivo principal”.
Estados Unidos y México encontrarán alguna forma de sortear estas agendas dispares, como lo han hecho durante cientos de años. Con suerte, Biden, AMLO y Estados Unidos se darán cuenta de que están atados entre sí. Otros inconvenientes saldrán a la luz. (Para empezar, el acuerdo comercial T-MEC entre México, Estados Unidos y Canadá se revisará en 2025 bajo un nuevo procedimiento que podría permitir que se extinga después de 16 años).
Pero el camino de aquí a noviembre de 2024 estará lleno de baches. El viejo dolor de cabeza político de la administración Biden fueron las imágenes de una horda de migrantes que intentaban cruzar la frontera desde México. En el nuevo dolor de cabeza, los migrantes de la imagen llevan bolsas de pastillas de fentanilo. Con suerte, Biden puede resistirse a criticar a México como una terapia paliativa. Puede resolver el dolor político, pero al final no funcionará.
Por Eduardo Porter