El reciente secuestro de cuatro y asesinato de dos ciudadanos de Estados Unidos en la ciudad fronteriza de Matamoros es solo uno de los últimos espeluznantes recordatorios a los estadounidenses de la incapacidad del Gobierno mexicano para proporcionar seguridad básica, ya sea a sus asediados ciudadanos o a los visitantes del otro lado de la frontera.
Tras los hechos, legisladores estadounidenses como el senador republicano Lindsey Graham han dicho que es hora de “ponerse duros” y prepararse para enviar tropas estadounidenses. Al parecer, el expresidente Donald Trump ha estado pidiendo a sus asesores “planes de batalla” en esa línea para ponerlos en práctica en caso de ser reelegido.
Estos llamamientos equivocados tienen su reflejo al otro lado de la frontera en la militarización de la lucha contra los cárteles mexicanos por parte del presidente Andrés Manuel López Obrador. No importa lo absurdo e ilegal de la idea de que EE.UU. envíe tropas al otro lado de la frontera. El giro militarista de los responsables políticos de ambos Gobiernos no hará más segura a ninguna de las dos naciones.
México no lucha contra terroristas o insurgentes, sino contra delincuentes. Necesita fuerzas policiales civiles y sistemas judiciales que funcionen, no ataques con misiles y tropas sobre el terreno.
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Los asesinatos superan ya los 30,000 al año. Los desaparecidos suman cien mil más. Las extorsiones afectan sobre todo a pequeñas y medianas empresas, restaurantes, tiendas y oficinas, y se extienden desde las ciudades fronterizas y las zonas industriales hasta los barrios elegantes de las ciudades más grandes de México.
Además de los estadounidenses que quedan atrapados en el fuego cruzado de los cárteles, decenas de miles mueren cada año a causa del fentanilo y otras drogas ilegales importadas.
La violencia también cercena las conexiones y el comercio transfronterizos. En un viaje reciente a la ciudad texana de Laredo, profesores de la universidad local me hicieron saber que ya no se les permitía ir a Nuevo Laredo o conducir hasta Monterrey, a pocas horas de distancia, para reunirse con sus homólogos.
Un ejecutivo del sector inmobiliario comercial que desarrolla proyectos a lo largo de la frontera me dijo que la preocupación ante la violencia ha dificultado la obtención de financiación para nuevos parques industriales, a pesar de la gran demanda de las empresas que buscan abandonar China.
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Sin duda, compañías internacionales como Tesla se están instalando o expandiendo en México. Pero lo que hasta ahora debería ser un tsunami de inversiones se ha quedado más bien en una ola, limitada por los costos que implica intentar proteger las operaciones y a los empleados frente a la inseguridad. Sin instalaciones en México, las empresas estadounidenses y sus trabajadores no se beneficiarán tanto como podrían del nearshoring.
Los responsables políticos de ambos lados de la frontera están adoptando una línea más dura contra los delincuentes. Haciendo a un lado su retórica de “abrazos, no balazos”, el Gobierno de López Obrador ha entregado la seguridad mexicana al Ejército.
La Guardia Nacional civil está ahora bajo jurisdicción de las Fuerzas Armadas. El responsable gubernamental de la seguridad pública es un general. El ejército ahora supervisa puertos, aeropuertos y aduanas, y su presupuesto ha aumentado en dos dígitos en los últimos cinco años.
Si el objetivo es realmente hacer de México un país más seguro, recurrir al Ejército es un error. Aunque goza de más confianza que muchas otras instituciones, el Ejército mexicano en reiteradas ocasiones se ha enfrentado a acusaciones creíbles de uso innecesario de la fuerza, corrupción y vínculos criminales.
Documentos militares publicados por el grupo de hacktivistas Guacamaya, la versión latinoamericana de Wikileaks, revelan que oficiales espiaron ilegalmente a periodistas, vendieron armas a cárteles y desviaron millones de los contratos gubernamentales.
Está también el caso del ex secretario de Defensa Salvador Cienfuegos, a quien un gran jurado federal de Nueva York acusó de conspirar con los cárteles y quien posteriormente fue puesto en libertad sin cargos en México, como uno de los muchos en los que se alegan vínculos militares con grupos criminales.
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Aunque México lograra erradicar las manzanas podridas, los militares no están equipados para combatir la delincuencia doméstica. Se les enseña a matar, no a detener. Carecen de habilidades y, a menudo, de autoridad legal para investigar y construir casos.
Además, permanecen al margen de las instituciones jurídicas nacionales, sin los vínculos o la supervisión de fiscales, jueces y otros funcionarios encargados de hacer cumplir la ley que pueden aportar transparencia, responsabilidad y reforzar el Estado de derecho.
Del mismo modo, los ataques militares estadounidenses en México no servirían de mucho para detener el tráfico de drogas ilegales ni para destruir a las violentas bandas que las venden, incluso aunque enciendan la furia bilateral por atentar contra la soberanía de México.
Una escalada legal que designe a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas no proporcionará nuevos medios significativos para combatirlos.
Entre la Red para el Control de los Delitos Financieros del Tesoro y la Oficina de Control de Activos Extranjeros, EE.UU. dispone de potentes herramientas para perseguir a las organizaciones delictivas transnacionales, investigar las rutas del dinero y confiscar activos.
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El Departamento de Justicia también puede ya perseguir a quienes apoyan a las organizaciones delictivas transnacionales, como contables, banqueros y abogados. Intensificar estos esfuerzos sería importante.
Además, en los lugares donde se han enfrentado con éxito a las redes de delincuencia organizada, los militares no formaban parte de ellas. Policías, fiscales y jueces intrépidos desmantelaron amplios sectores de la Cosa Nostra italiana. Mediante un trabajo policial coordinado y victorias judiciales, EE.UU. acabó con sus propias mafias violentas y sindicatos del crimen.
México también tiene sus propias historias de éxito. Ciudad Juárez perdió su título de la ciudad más peligrosa del mundo tras la unión entre la policía federal y local, fiscales, empresarios y organizaciones de la sociedad civil en la lucha contra la delincuencia.
La ciudad industrial de Monterrey contrarrestó los crecientes índices de delincuencia gracias a un esfuerzo conjunto similar para profesionalizar la policía local y las fuerzas del orden.
Estos responsables políticos y sociedades crearon fuerzas policiales civiles, sistemas judiciales e instituciones penales que funcionaban para procesar y condenar a los culpables y liberar a los inocentes. Crearon programas eficaces de protección de denunciantes y testigos.
Utilizaron herramientas jurídicas y de inteligencia para perseguir las redes financieras y personales. E involucraron al sector privado y a organizaciones de la sociedad civil para combatir a quienes desgarraban el tejido social y económico local.
Recurrir al Ejército, incluso como medida provisional, solo retrasa el laborioso proceso de creación de las instituciones civiles de aplicación de la ley y de justicia necesarias para devolver la seguridad a las calles mediante la creación de un Estado de derecho más sostenible.
Si el Gobierno mexicano decidiera invertir dinero, tiempo y esfuerzo en una solución civil, EE.UU. podría ayudarle. La cooperación transfronteriza en materia de seguridad prácticamente se ha desmoronado. El Gobierno mexicano ha eliminado los programas conjuntos de formación e investigación de las fuerzas de seguridad. El intercambio de inteligencia también se ha agotado.
Además, a raíz del asunto de Cienfuegos, López Obrador restringió la capacidad de la Agencia Antidroga y de otros funcionarios estadounidenses encargados de hacer cumplir la ley para que trabajen en México. Ante las peticiones estadounidenses de atacar el problema del fentanilo el mandatario optó por responder que en México no se produce fentanilo.
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El recientemente firmado Entendimiento Bicentenario sobre Seguridad, Salud Pública y Comunidades Seguras entre México y Estados Unidos podría reactivar la cooperación bilateral en materia de seguridad.
Al menos sobre el papel, proporciona un punto de partida para reactivar iniciativas bilaterales que lograron avances en el pasado. De permitirle, EE.UU. podría volver a apoyar academias de policía, intercambios de jueces y abogados y organizaciones de la sociedad civil centradas en la justicia y la seguridad.
Podría también compartir información de inteligencia y trabajar con sus homólogos para desmantelar las redes financieras ilícitas. Por su parte, EE.UU. podría esforzarse por reducir la demanda de drogas que llenan las arcas de los delincuentes, frenar el tráfico de armas que alimenta la violencia, erradicar la corrupción en sus propias filas que ha ayudado a los cárteles y, por muy doloroso y perturbador que resulte desde el punto de vista económico, intensificar las inspecciones en la frontera.
Pero si México no abandona su tendencia marcial y reconoce la naturaleza de la amenaza a la que se enfrenta, la inseguridad no menguará. La seguridad seguirá siendo un objetivo difícil de alcanzar, y la justicia aún más.
La migración hacia el norte, ya en alza, seguirá aumentando. Y se materializarán menos de las prometedoras posibilidades económicas actuales, con más empresas que eludirán Norteamérica para trasladarse al Sudeste Asiático, Europa del Este y otras regiones. México sufrirá, y EE.UU. también.
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