Por un lado: migración no controlada, amenazas a la seguridad y un aumento del tráfico de drogas y armas. Por otro, una rápida integración económica, cooperación política y profundización de los lazos culturales y sociales.
La relación de 200 años entre México y Estados Unidos está evolucionando, como la de dos hermanos en una familia inestable pero afectuosa, a veces incapaces de solucionar sus problemas mutuos, pero también conscientes de su historia común, su potencial compartido y su futuro indivisible.
El impacto político provocado por las recientes elecciones generales en México, en las que el partido gobernante captó lo que en efecto es una supermayoría en el Congreso, junto con las próximas elecciones de noviembre en Estados Unidos, abrirán una nueva fase en el vínculo entre estos grandes socios comerciales. Y, tal y como están las cosas, es probable que veamos más fuegos artificiales y acritud que el entendimiento mutuo y acercamiento conciliador de los últimos años.
Sí, esto tiene que ver con el posible regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, pero también con algunas dinámicas cambiantes dentro de Estados Unidos, sobre todo en materia de migración. Según una encuesta realizada en abril por Gallup, los estadounidenses citaron la inmigración como el problema más importante del país por tercer mes consecutivo; también figuró como el tema políticamente más polarizante en Estados Unidos en los últimos 25 años.
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Las imágenes de miles de cubanos, venezolanos, centroamericanos y otros cruzando a diario la frontera hacia Estados Unidos han intensificado el sentimiento antimigración, reforzando la candidatura de Trump y presionando al Gobierno del presidente Joe Biden para que controle la frontera antes de las elecciones del 5 de noviembre.
Bajo Biden, Estados Unidos ha adoptado un enfoque más constructivo y paciente hacia el Gobierno mexicano, hasta el punto de que distintos comentaristas han planteado (ver aquí y aquí) un quid pro quo implícito: la Casa Blanca pasará por alto las tendencias proteccionistas y antidemocráticas del presidente Andrés Manuel López Obrador siempre y cuando México haga más para asegurar sus fronteras y tome medidas severas contra los migrantes que llegan al norte.
Este constructo siempre me ha parecido de poca visión. No tiene en cuenta la complejidad de una relación entre dos países que comparten una frontera de más de 3,000 kilómetros y un comercio bilateral de US$ 800,000 millones. De hecho, la idea de que el Tío Sam puede simplemente ordenar lo que México tiene que hacer es un vestigio de un pasado que no volverá. Tampoco refleja cómo funciona la diplomacia en 2024.
Después de las amenazas de Trump contra México durante la campaña de 2016 y su decisión, una vez en el poder, de vincular la migración a cuestiones económicas, la determinación del Gobierno de Estados Unidos de tratar a su vecino como un socio igual es refrescante. Y dadas sus propias carencias democráticas, Washington no está actualmente en posición de pontificar a nadie sobre normas políticas y legalidad.
Al mismo tiempo, es verdad que en ciertos aspectos —como las quejas de Estados Unidos sobre las políticas energéticas nacionalistas de AMLO— Biden buscó una negociación política en lugar de forzar un arbitraje técnico que podría haber terminado en pérdidas multimillonarias para México. Pero, de nuevo, encontrar el punto justo entre presionar y evitar desestabilizar al vecino no es muy fácil.
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Lo que debería preocupar ahora a los observadores de ambos lados de la frontera es cómo la migración sigue ensombreciendo los muchos aspectos positivos de la asociación bilateral. Como señalaron mis colegas Maya Averbuch y Josh Wingrove, Claudia Sheinbaum llevaba apenas unas horas como presidenta electa de México cuando la Casa Blanca publicó una orden ejecutiva que limitaba las solicitudes de asilo en la frontera sur de Estados Unidos, la medida más drástica contra la inmigración adoptada por la Administración Biden hasta la fecha. ¡Bienvenida, presidenta!
El impacto de las amplias reformas constitucionales propuestas por AMLO añade otra capa de complicación. Aunque probablemente no conoceremos el formato final y el alcance de estos cambios hasta que acabe su mandato en septiembre, el plan actual de AMLO implica una reconfiguración significativa del marco jurídico de México.
Esto tiene que ver no solo con la desacertada reforma judicial, que es más un arrebato de poder contra la corte suprema de México que un intento honesto de solucionar los problemas de siempre del país con el poder judicial. También implica la consagración en la Constitución de políticas nacionalistas para industrias como la minería, el maíz y la electricidad, y el cierre de organismos reguladores autónomos.
Como me dijo Diego Marroquín, investigador sobre Norteamérica en el Wilson Center de Washington, “esta serie de reformas podrían entrar en conflicto con el tratado T-MEC y hacen que sea más complicado invertir en México. Una vez que se acordó liberalizar el mercado, no se puede dar marcha atrás. Lo que está haciendo el Gobierno con esto es imponer más restricciones en el comercio y la inversión”.
Por supuesto, México tiene el derecho soberano de decidir sobre sus políticas, y los mexicanos votaron abrumadoramente por el partido gobernante de AMLO durante unas elecciones justas. Pero eso no significa que la nueva configuración del poder no vaya a tener un impacto en las decisiones empresariales y políticas.
Por ahora, el Gobierno de Estados Unidos solo ha abordado el tema en términos suaves, con el subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, Brian Nichols, diciendo que “la transparencia judicial es vital para todos los inversionistas” y que su Gobierno “seguirá insistiendo” en que los socios del T-MEC “respeten la protección de las disposiciones de inversión extranjera”. Está previsto que esa retórica se intensifique a medida que nos acercamos a noviembre.
La realidad es que el México que Sheinbaum asumirá el 1 de octubre tendrá una extrema concentración de poder, y el Gobierno podrá controlar el Congreso a través de la supermayoría legislativa y la corte suprema después de la renovación forzada del próximo año, reduciendo significativamente los contrapesos.
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No sé en qué medida, pero en los cálculos que cualquier empresa hace sobre posibles inversiones, la tasa de rendimiento prevista para cualquier proyecto en México tendrá que tener en cuenta este riesgo añadido. Y, sea justo o no, la idea que se tiene en algunos círculos de Estados Unidos de que México se está convirtiendo en una autocracia solo cobrará fuerza, llevando la relación aún más por un camino oscuro.
La revisión del acuerdo comercial T-MEC está prevista para 2026, y se puede visualizar cómo México podría perder rápidamente su ventaja percibida sobre la Casa Blanca. Es cuestión de tiempo antes de que Estados Unidos decida dar un giro y hacer que el comercio bilateral dependa más de arreglar la migración —lo que podría golpear la inversión china en México— o, en un caso extremo, restringir el acceso a los suministros de gas natural estadounidense que México tanto necesita.
Durante la campaña, Sheinbaum resaltó la importancia de ampliar la integración económica de México con Estados Unidos (aprovechando el proceso de deslocalización de la cadena de suministro conocido como nearshoring). Pero esas gigantescas inversiones necesarias para que México acelere su tasa de crecimiento no se materializarán ante la incertidumbre política.
Tanto para Estados Unidos como para México, es crucial centrarse en fines positivos. Un México seguro, próspero y estable debería ser una de las principales prioridades de Estados Unidos en materia de seguridad nacional. Pero para que esto ocurra, México también necesita recordar que comparte su casa norteamericana con dos hermanos.
Por Juan Pablo Spinetto
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