Durante años, una tragedia tras otra los obligó a irse de Venezuela: hiperinflación, hambre, brotes de malaria y un apagón que dejó a todo el país a oscuras durante una semana. En total, seis millones de personas huyeron en lo que se ha convertido en la mayor crisis humanitaria del hemisferio occidental; ahora, una reversión está comenzando a tomar forma. Decenas de miles están volviendo a casa.
Es un giro tan inesperado que incluso les resulta difícil de creer a los venezolanos que saludan a los que vuelven. Sin embargo, la pandemia ha sido particularmente cruel con los migrantes dispersos por la región. Los trabajos son escasos y la xenofobia aumenta rápidamente. Mientras tanto, en casa, la economía se ha estabilizado —contra todo pronóstico—. Después de años de políticas intervencionistas fallidas que redujeron el PIB de la nación rica en petróleo a una fracción de lo que alguna vez fue, el líder socialista Nicolás Maduro ha llevado a cabo una serie de reformas de libre mercado que están comenzando a impulsar el crecimiento.
Es una gran victoria para Maduro, un autoritario implacable que casi fue derrotado hace unos años por una serie de sanciones similares a las que han impuesto al régimen de su aliado cercano Vladímir Putin en las últimas dos semanas. La Administración Biden envió una misión a Caracas el fin de semana pasado para negociar la posibilidad de levantar las sanciones —una señal del sólido agarre de Maduro en el poder y una posición financiera de Venezuela que de repente es mucho más fuerte—. Un acuerdo permitiría a Venezuela exportar más petróleo, lo que ayudaría a compensar la pérdida de barriles rusos en los mercados internacionales, justo cuando los precios se disparan.
Es casi imposible ponerle un número exacto a este grupo o, si vamos al caso, saber si la tendencia durará años o desaparecerá en meses. Pero en toda Caracas se acumulan las señales: en el floreciente mercado de alquiler de apartamentos; en el aumento de las inscripciones en escuelas privadas; en los autos que obstruyen las calles que el éxodo había dejado vacías; y en los restaurantes y almacenes recién pintados que abren sus puertas al público por primera vez.
En los pequeños pueblos a lo largo de la frontera occidental con Colombia, también es evidente. Durante años, el tráfico era en una sola vía: salida. Ahora, dicen los lugareños, entran tantas personas como salen.
Alejandro Rivas es uno de ellos. “Si me dan la opción, no volvería a migrar”, dijo hace poco mientras esperaba la hora pico del almuerzo hace poco un día entre semana en su pequeña pizzería cerca del centro de Caracas. Rivas, de 34 años, regresó el año pasado de República Dominicana, donde también manejaba un restaurante, y abrió Mamandini —jerga venezolana para “quebrado”— en diciembre con tres socios.
Después de superar el tipo de desafíos que conlleva invertir en una economía en ruinas, como tener que reconstruir la acera derruida frente al restaurante, Rivas se sorprendió gratamente con sus ventas de pizza (alrededor de 12 por día) y platos de lasaña (30) y pasta (33). Sus clientes no son venezolanos adinerados, sino trabajadores que de repente pueden permitirse gastar US$5 en una comida fuera de casa.
Esto era impensable cuando Rivas se fue en el 2015. Sin embargo, unos años más tarde, Maduro dio uno de los pasos más grandes en su impulso de reforma: adoptar el dólar estadounidense como moneda no oficial del país. Hoy en día, a más personas se les paga en dólares y la mayoría de las transacciones se realizan en la divisa. Esto ha jugado un papel crucial para frenar la hiperinflación y ayudar a los venezolanos a recuperar parte del poder adquisitivo que han perdido.
La odisea financiera de Alejandro Barreto, conductor de taxi, ilustra lo poderoso que ha sido el impacto.
Barreto se fue de Caracas durante el peor momento de la crisis económica. En ese momento, ganaba apenas el equivalente a US$50 al mes como taxista. Aterrizó en Lima, donde rápidamente consiguió un trabajo en una tienda que imprimía camisetas. Ganaba alrededor de US$350 al mes. Luego llegó la pandemia, se quedó sin trabajo y pasó a vender dulces en la calle. Volvió a ganar alrededor de US$150 por mes y, comentó, se sentía miserable. “Era una vida solitaria, sin amigos ni familia”.
Así que tomó un autobús de regreso a Caracas y comenzó a conducir un taxi nuevamente. En un mes, ahora se embolsa los mismos US$350 que ganaba en la tienda de camisetas en Lima. “Regresar fue la mejor decisión que he tomado últimamente”, dice Barreto, de 35 años.
El hecho de que algunos inmigrantes ahora puedan ganar más dinero en casa que en el extranjero arroja luz sobre una de las verdaderas rarezas de Venezuela bajo el régimen socialista. Por sus políticas idiosincrásicas y bizantinas, el país en sí es una isla en gran parte impermeable a fuerzas globales más amplias.
Así, mientras las economías de América Latina todavía luchan por recuperarse del colapso inducido por la pandemia, Venezuela ha mejorado notablemente.
No solo dejó de contraerse el PIB (Credit Suisse prevé un segundo año de crecimiento en el 2022), sino que la inflación se ha desplomado desde un pico que rondaba el 2.000.000% hace unos años. Esto no aplica solo para aquellos que ganan en dólares. Incluso en bolívares, la inflación se desaceleró a un ritmo anual de solo 25% en los últimos tres meses, según datos recopilados por Bloomberg. La producción de petróleo finalmente comenzó a aumentar, superando los 800.000 barriles por día.
Para mayor claridad, es una estabilización solo después de años de caídas cataclísmicas que dejaron a millones viviendo en precariedad. Según un estudio, la economía tendría que crecer un 10% anual durante 18 años consecutivos para volver a la realidad de 1997, un año antes de que Hugo Chávez, el mentor y predecesor de Maduro, ganara la presidencia por primera vez.
Nadie está diciendo que la crisis humanitaria haya terminado. Miles siguen yéndose. Pero la emigración se ha desacelerado drásticamente: el flujo migratorio disminuyó un 60% el año pasado desde el 2020, según un estudio de la encuestadora Datanalisis, con sede en Caracas, mientras que la cantidad de retornos ha aumentado, particularmente en los barrios de clase media que rodean el centro de Caracas.
“Hay gente que regresa, eso está claro”, dijo Luis Vicente León, quien lidera el estudio de Datanalisis. Esto, dice, está empujando la migración neta hacia cero (el Gobierno no publica estadísticas oficiales de migración no respondió a mensajes en busca de comentarios).
Ningún país ha recibido a más migrantes que Colombia. Unos 1.8 millones se han reubicado allí, desestabilizando el orden económico de décadas en el que colombianos cruzaban la frontera hacia Venezuela, un país más rico, en busca de trabajo.
Los venezolanos mayormente consiguieron empleos en tiendas minoristas, restaurantes y hoteles colombianos, precisamente las industrias más afectadas por los cierres iniciales de la pandemia. Después de que los trabajos desaparecieron, la segunda parte de la restricción financiera se produjo cuando la inflación se disparó en Colombia y en muchos otros países que reciben a migrantes. En Chile, la tasa de inflación anual se ha duplicado con creces en los últimos dos años a 7.8%. En Brasil, subió al 10.4%.
Las dificultades económicas solo han avivado aún más la xenofobia en toda la región. Las protestas contra los inmigrantes se han vuelto comunes en Chile, un país donde durante mucho tiempo había tolerancia frente a la difícil situación de los inmigrantes. El hashtag #NoEsInmigracionEsINVASION” ha sido tendencia en Twitter últimamente. Y en Trinidad, una pequeña isla a pocos kilómetros de Venezuela, la Guardia Costera abrió fuego recientemente contra un bote lleno de migrantes, cobrando la vida de un bebé.
Al percibir el cambio de marea, Maduro, un líder autoritario cuyo régimen ha sido sancionado por tortura y represión política, lanzó un programa para repatriar a los migrantes llamado “Plan Vuelta a la Patria”. Ha repatriado a unas 28,000 personas en avión y barco, según su Gobierno. En un discurso reciente en la televisión estatal, Maduro pidió a los venezolanos que volvieran a casa y anunció un plan para triplicar la cantidad de vuelos que ofrece el programa. “Dejen de sufrir por allá. ¡Regresen!”.
Para Víctor Soto, todo esto es solo teatro político.
Pero Soto, de 37 años, planea regresar a fines de este año a Barquisimeto, una ciudad pequeña y tórrida a varias horas al occidente de Caracas. Ha vivido en un barrio de clase trabajadora en Lima que se hizo popular entre los inmigrantes venezolanos. Cuando llegó en el 2017, dice, casi todos en su edificio eran venezolanos. Desde entonces, muchos se han ido, ya sea a Venezuela o a probar suerte en otros países. Ahora solo representan menos de la mitad de los ocupantes.
La información que Soto viene recibiendo de amigos en casa pinta una imagen de una Venezuela muy diferente a la que él dejó atrás. Los estantes de las tiendas están llenos. Ya no hay interminables filas para comprar productos básicos. La inflación ya no borra inmediatamente el valor del dinero. Planea abrir un pequeño restaurante en Barquisimeto y tiene fe en que generará lo suficiente para igualar los aproximadamente US$ 300 que gana al mes como conserje en Lima.
La mayor prioridad de Soto, dice, es mantener a su madre. Fue verla hacer filas día y noche para comprar alimentos a precios establecidos por el Gobierno lo que lo hizo partir hacia Lima. “En Venezuela, creo que le puedo dar a mi mamá la tranquilidad económica que le he estado dando desde Perú”. Y él solo quiere estar en casa de nuevo. “A mí no me detendrá el hecho de que Maduro todavía esté en el poder”.