Chile vuelve a sorprender. Cuando los votantes acudieron a las urnas el 15 y 16 de mayo para elegir quién reescribirá la Constitución nacional, muchos analistas profetizaron una victoria para el equilibrio ideológico y la política moderada. En cambio, Chile experimentó un terremoto.
Los partidos políticos tradicionales y su confiable pacto de Gobierno fracasaron. Los contendientes de la conservadora coalición gobernante obtuvieron poco más de una quinta parte (37 de 155) de los escaños de la Convención Constitucional. A los centroizquierdistas, que han actuado en conjunto con la derecha durante décadas, les fue aún peor.
Mientras los políticos de renombre caían, los chilenos se lanzaban contra la vieja guardia votando por candidatos radicales y alejados de la política tradicional para la Convención Constituyente, para alcaldes y, por primera vez, para gobernadores provinciales, que anteriormente eran nominados por el presidente.
Es cierto que los redactores de la nueva Carta Magna comienzan su trabajo con un mandato limitado: solo unos 6.4 millones de votantes, alrededor del 42% del electorado, fueron a las urnas el fin de semana. Y, sin embargo, este grupo ecléctico de izquierdistas, independientes y representantes de los pueblos indígenas, que comparten poco más que su rechazo al status quo, controla el 70% de los escaños de la Asamblea Constituyente y dirigirán la reformulación del futuro de Chile.
Para los chilenos, el desafío es cómo terminar con los privilegios y las disfunciones del antiguo régimen sin acabar con el envidiable historial de prosperidad y convivencia democrática del país.
“Los Gobiernos de todo el mundo están reconsiderando la forma en que hacen negocios para hacer que los bienes públicos respondan mejor a los ciudadanos”, me dijo Armando Barrientos, un académico de política social, nacido en Chile, de la Universidad de Manchester. Pero también advirtió que “es mejor realinear las instituciones y soluciones existentes en lugar de imaginar el país dentro de 50 años”.
Claramente, el voto de los chilenos era un terremoto anunciado. En el 2019, los manifestantes se sublevaron en una revuelta provocada por un modesto aumento de las tarifas del transporte público, pero, en escenas que se reproducirían en toda la región, la furia se extendió.
El presidente, Sebastián Piñera, un conservador alabado por su talento gerencial, fue arrinconado. El resultado fue un plebiscito sobre si los chilenos deberían reescribir la Constitución, un documento antiguo redactado durante el mandato del exgeneral Augusto Pinochet (1973 a 1990) que, a pesar de que se le han hecho una serie de ajustes y enmiendas desde entonces, todavía tiene el hedor de la dictadura.
Casi un 80% de los chilenos dijo que sí a la reescritura de la Constitución el año pasado, en una votación con participación récord. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos vislumbró “una ventana de oportunidad” para que los chilenos “creen consenso entre los ciudadanos en torno a importantes reformas pendientes y continúen reduciendo la desigualdad”.
Chile tiene mucho que vale la pena conservar. Sobre el papel, las estadísticas vitales del país —crecimiento constante, fuerte inversión extranjera, aumento del ingreso per cápita, disminución de la pobreza y una clase media en aumento— parecían irrefutables. Incluso durante la pandemia que asoló al hemisferio y que ha costado la vida a unos 28,000 chilenos, la nación andina se destacó, gracias a la eficiente campaña de vacunación implementada por el Gobierno de Piñera.
Sin embargo, no se moleste en agitar esos laureles a los chilenos más desfavorecidos. Si bien casi dos tercios de los hogares habían ascendido a la clase media el año pasado, en comparación con solo un 36% en el 2009, la mayoría de ellos (60%) se estancó un poco por encima de la línea de la pobreza.
Muchos están relegados a la economía informal, donde trabaja un tercio de la fuerza laboral, o a contratos de trabajos inestables (que ascienden a un 40%), los que se han visto golpeados por los confinamientos causados por la pandemia. Debido a la lenta movilidad social chilena, las familias pobres necesitarían seis generaciones para unirse al asalariado promedio, calculó la OCDE en febrero.
La emergencia de salud arrastró a unos dos millones de chilenos de clase media a la pobreza y dejó a un millón de personas sin poder comprar ni siquiera las necesidades básicas, informó el Banco Mundial. La decisión del Gobierno de otorgar préstamos en lugar de ayuda a las personas de ingresos medios en apuros solo empeoró su estado de ánimo.
No es de extrañar que la mayoría de los chilenos consideren que las autoridades en ejercicio son un grupo que ya no es bienvenido. “Los partidos tradicionales han perdido mucha capacidad representativa”, me dijo Nicolás Saldías de Economist Intelligence Unit. De ahí la emoción —y la angustia— por una inminente reestructuración nacional en manos de rebeldes y recién llegados a la política.
“Tienen el poder de remodelar la sociedad chilena, pero poca idea de cómo funciona, qué significa estructurar un presupuesto o cómo decidir sobre las regalías mineras”, dijo Saldías. “Quieren una respuesta simple”.
Los latinoamericanos conocen el guion. Cuando los pactos políticos familiares fracasan o se vuelven tóxicos, el acto reflejo es destrozar y reescribir la Constitución, que rápidamente se convierten en pozos de los deseos. República Dominicana ha escrito 38 constituciones. La Constitución de Brasil de 1988 tiene más de 240 capítulos y 70,000 palabras. Cada reescritura presenta el riesgo de aumentar la ilusión.
“En América Latina queremos carreteras alemanas con redes de seguridad escandinavas, pero pagando impuestos latinoamericanos”, dijo el economista Juan Nagel, quien enseña en la Universidad de los Andes, en Santiago.
Los tiempos febriles aumentan las apuestas. El peligro de la inminente reforma de Chile no es para la supuesta devoción del país por el capitalismo libre, sino que para el Estado de derecho. “El mayor logro de Chile no es el neoliberalismo”, dijo Javier Corrales, politólogo de Amherst College.
“Es la transición a la democracia a través de un sistema de controles y equilibrios, y mecanismos para contener el extremismo y evitar una gestión económica no prudencial. Aquellos que redactan una nueva Constitución tienen la oportunidad de asegurar nuevos derechos y obligaciones, pero aflojar estos filtros y directrices es un riesgo”.
En teoría, el proceso de redacción de una nueva Carta Magna, que duraría entre 9 y 12 meses, podría tener una influencia moderadora a medida que las pasiones partidistas dan paso a la comprensión de la complejidad del asunto que conlleva la reinvención de las reglas que gobiernan el Estado y los intereses privados.
La creación selectiva de consejos de ciudadanos, una iniciativa mayoritariamente europea, podría permitir a los legisladores a aprovechar el espíritu político de la ciudadanía sin gases lacrimógenos ni camiones lanzagua.
Los chilenos también deben resistir la tentación de llenar la nueva Constitución con derechos y garantías que suenan grandiosos en un pergamino, pero que son complejos de implementar y dificilísimos de reformar. Compare el derrochador sistema de pensiones de Brasil, que estaba integrado en la Constitución y tardó décadas en reformarse, con el eficiente sistema de transferencia de efectivo Bolsa Familia, creado por la legislación ordinaria.
Dentro de un año, los chilenos tendrán la oportunidad de opinar sobre el documento terminado en un referéndum de salida, pero en esta ocasión la votación será obligatoria. Cualquiera que sea el resultado, la atípica nación latinoamericana estará delineando un territorio nuevo, pero difícilmente desconocido. “Chile ya no es el país estable que solía ser. Se está volviendo latinoamericano nuevamente”, dijo Saldías.
Considerando la fuerte depreciación del peso chileno esta semana, el desplome de la bolsa de Santiago que lo acompañó y el hecho de que una gran empresa minera haya postergado una importante inversión en Chile, aparentemente los inversionistas han tomado nota.