El declive de los regímenes autoritarios con el estallido de la Primavera Árabe estremeció a los países del Golfo. Pero diez años después del debilitamiento de sus vecinos, las monarquías de la península se han convertido en el centro de gravedad de Oriente Medio.
“El debilitamiento de los centros de poder tradicionales ha convertido al Golfo, por primera vez en la historia moderna, en el centro del poder árabe”, observa Bader Al Saif, profesor adjunto de historia en la Universidad de Kuwait.
En el 2011, el tsunami revolucionario que arrasó a la región desestabilizó a las viejas élites dirigentes, consideradas corruptas, represivas e incompetentes. En Túnez y en Egipto, las manifestaciones hicieron caer a los regímenes autoritarios de los presidentes Zine el Abidine Ben Ali y Hosni Mubarak, y en Siria, Libia y Yemen, derivaron en guerra civil.
Otrora faros culturales y promotores del panarabismo triunfante, Egipto ya solo es noticia por las violaciones de los derechos humanos y la pobreza, y Siria e Irak por el caos que los destruye.
Este escenario de desolación contrasta con la prosperidad de Catar o Emiratos Árabes Unidos, donde la comodidad de imponentes rascacielos atrae a millones de expatriados.
El movimiento también sacudió el Golfo. Pero los sobresaltos revolucionarios en Omán, y sobre todo en Baréin, fueron cortados de raíz, con la intervención armada en Manama del gran hermano saudita.
“Hacerse cargo de la situación”
La Primavera Árabe “abrió los ojos” de los países del Golfo, socios cercanos de Washington, del que constataron una actitud expectante, mientras los regímenes amigos estaban en dificultades en Egipto o Baréin.
“Se dieron cuenta de que tenían que hacerse cargo de la situación y que Estados Unidos no ofrecía garantías de seguridad perpetuas”, explica Al Saif.
Esto supuso un punto de inflexión, aunque los países del Golfo habían preparado su ascenso mucho antes del 2011, apuntan los expertos.
“La Primavera Árabe no inició esta tendencia, la aceleró y la puso de relieve”, en particular en Emiratos y en Catar, analiza Abdelkhakeq Abdallah, profesor de ciencias políticas emiratí.
Arabia Saudita ya era un peso pesado, como primer exportador mundial de crudo y sede de los lugares más sagrados del islam.
Pero Doha “usó la Primavera Árabe en su propio beneficio”, desempeñando un “rol” en ella mediante la cobertura de los acontecimientos por la cadena de televisión Al Jazeera y con el éxito temporal de partidos islamistas, principalmente en Túnez y en Egipto, estima Abdallah.
Emiratos, por su parte, aprovechó para presentarse como “un refugio de seguridad”, atrayendo a los inversores, en particular a Dubái, uno de los siete principados del país que intentaba recuperarse de la crisis económica del 2010.
Diez años después, en un Oriente Medio minado por los conflictos y el empobrecimiento, Arabia Saudita dirige el G20, Catar se prepara para albergar el próximo Mundial de fútbol y Emiratos envía astronautas al espacio.
“Rivalidad de potencias”
Este ascenso va acompañado de una “rivalidad de potencias”, subraya Emma Soubrier, investigadora en el Arab Gulf States Institute, con sede en Washington.
En el 2017, Arabia Saudita y Emiratos rompieron relaciones con Catar, acusado de apoyar movimientos islamistas, lo que Doha niega.
En Libia, Abu Dabi apoyó al mariscal Jalifa Haftar frente a las fuerzas del gobierno reconocido por la ONU, acusado de connivencia con los islamistas y apoyado por Turquía y Catar, cercanos al movimiento transnacional de los Hermanos Musulmanes.
Esta intervención en Libia, sin mandato de la ONU, fue “un mensaje enviado a los socios occidentales de que ahora Emiratos es una potencia regional capaz de garantizar intereses que ellos defienden en el terreno”, señala Emma Soubrier.
Algo que sirve también para Arabia Saudita, que interviene militarmente en Yemen desde 2015 para apoyar a las fuerzas del gobierno ante los rebeldes hutíes, apoyados por Irán, el gran rival de Riad.
El Golfo muestra abiertamente ahora sus elecciones diplomáticas, como el acercamiento con Israel, con quien Emiratos y Baréin normalizaron oficialmente relaciones en septiembre.
Algunos países optaron por un repliegue nacionalista, rechazando “el panarabismo y el panislamismo”, que resurgió con la Primavera Árabe, analiza la investigadora saudita Eman Alhussein.