En un centro de salud de la ciudad ucraniana de Bajmut, situada en primera línea de fuego, la doctora Elena Molchanova conduce a los pacientes a un pequeño despacho calentado con una estufa de leña, donde entrega medicamentos o rellena certificados de defunción.
A veces, sus visitantes, los últimos residentes de la ciudad bombardeada a diario y sin servicios esenciales, sólo buscan refugiarse del frío.
Con 40 años, ella es una de las cinco profesionales médicos que pueden brindar cuidados a las 8.000 personas que, según las autoridades, aún permanecen en la ciudad.
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En los últimos meses, Bajmut es el epicentro de una lucha encarnizada entre las fuerzas rusas y ucranianas en la región de Donetsk, que Moscú quiere controlar totalmente.
Antes de la guerra, cuando la ciudad bullía con su población de unos 70.000 habitantes, los pasillos de la clínica donde trabaja Molchanova estaban iluminados, los aseos funcionaban y el mostrador de recepción estaba atendido.
Ahora, se limita a un despacho, con pilas desordenadas de material médico y papeles amontonados.
A la médica le preocupa que la gran ventana, detrás de su escritorio, se rompa si uno de los proyectiles que se estrellan en la ciudad cae demasiado cerca. Pero no piensa marcharse.
“Cuando me matriculé en la facultad de Medicina, hice el juramento hipocrático y no puedo abandonar a esta gente”, explica a AFP. “Vienen aquí en busca de atención médica y se la proporcionamos lo mejor que podemos”, destaca.
Ancianos o personas con discapacidad
Muchos de los que siguen viviendo en medio de los combates en Bajmut y la cercana ciudad de Soledar -descritos por un alto funcionario ucraniano como los “más sangrientos” desde que Rusia invadió el país en febrero 2022- son ancianos o tienen discapacidades.
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Molchanova subraya que la disponibilidad de medicamentos y equipos, especialmente para problemas psiquiátricos o enfermedades crónicas como la diabetes, es esporádica, y eso en el mejor de los casos.
Los suministros dependen de lo que llega del ministerio de Sanidad, de organizaciones sin fines de lucro o incluso de lo que se recupera de los edificios bombardeados, como las dos sillas de ruedas que trajeron los soldados el miércoles por la tarde.
“El primero en llegar es el primero en ser atendido”, explica Molchanova. “No hay suficientes jeringas ni agujas de insulina. La medicación para el corazón se agotó muy rápido. Hay suficiente paracetamol pero eso no curará a los pacientes”, lamenta.
Aunque Molchanova no siempre puede ofrecer atención médica, ella, su marido y otros dos médicos también proporcionan alivio a los residentes de Bajmut acogiéndolos en sótanos contiguos al centro de salud donde viven.
En las habitaciones, de techos bajos e iluminadas con lámparas, hay pilas de gruesos troncos para alimentar las estufas.
Gracias a un generador, los residentes pueden cargar sus teléfonos celulares y acceder a internet mientras escapan del frío.
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El tiempo gélido hace que Molchanova ya no se preocupe por refrigerar la insulina, pero como consecuencia de las bajas temperaturas se multiplican los pacientes con resfriados o quemaduras por las estufas.
Pero las jornadas tambien incluyen el llenado de certificados de defunción. Oleksiy Stepanov vino a ver a la doctora para pedir el correspondiente a su vecino, de 83 años, que murió en su casa, donde habían volado las ventanas.
Tetiana, que pidió no dar su apellido, vino a recoger medicinas para su vecino, un hombre de 81 años, sordo, ciego y postrado en la cama. “No tiene ni idea de que hay una guerra ni que nos están bombardeando”, comenta.
Antes su familia le pagaba para que cuidara de él, pero ahora se queda por su propia voluntad. “Tengo miedo de llevarme a este anciano conmigo. No está en condiciones de viajar así que aquí me quedo”, resume.
Fuente: AFP