Lidia García, de 46 años y originaria de La Paz, trabajó sin sueldo durante meses para devolverle a la dueña del taller lo que esta decía haber pagado por su pasaje de autobús desde Bolivia. (Foto: EFE)
Lidia García, de 46 años y originaria de La Paz, trabajó sin sueldo durante meses para devolverle a la dueña del taller lo que esta decía haber pagado por su pasaje de autobús desde Bolivia. (Foto: EFE)

Jornadas de 17 horas, ningún día de descanso y el pago de 1,50 reales (30 centavos de dólar) la prenda. Esas fueron las condiciones de trabajo a las que se sometió Dilma Chilaca al llegar a “Cuando uno no tiene nada, tiene que callar”, dice.

Esta costurera boliviana de 41 años, natural de Potosí, ahora posee su propio taller en un sótano húmedo a las afueras de São Paulo donde la música andina se mezcla con el rumor de las máquinas de coser.

Tras una lucha de años contra la precariedad, Chilaca reclama mejores para las costureras. “Aprendí a decir que no, los empresarios tienen que entender que tenemos familia”, afirma a EFE, mientras termina de coser con dedos ágiles 20 pantalones cortos apilados a un lado.

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La explotación laboral se ceba con los migrantes latinoamericanos que, como Chilaca, llegan a Brasil sin papeles y se topan con la barrera lingüística y la informalidad. Este año se han rescatado más trabajadores en situaciones análogas a la esclavitud desde 2009 (2.847 hasta la fecha).

Aunque la mayoría de las víctimas son brasileñas, las autoridades han liberado en los últimos diez años a 965 extranjeros, incluidos a 331 bolivianos, muchos de ellos empleados en la industria textil, según datos oficiales obtenidos por EFE.

Chilaca no fue “rescatada” y tampoco buscaba serlo. Explotada o no, su prioridad era traer a sus hijos a Brasil y trabajar cuanto hiciera falta para lograrlo.

Su jornada habitual iba de las 7:00 de la mañana a la medianoche, pero a veces se alargaba hasta las 2:00 de la madrugada para entregar las prendas a tiempo. Si no lo hacía, el dueño del taller le descontaba un tercio del valor. Él ganaba tres veces más por cada pieza vendida a una empresa textil.

“No sentía el cansancio pensando en mis hijos, pero ahora me digo: ‘Madre mía, fueron muchas horas”, recuerda.

Las historias de abusos son recurrentes dentro de la comunidad boliviana de São Paulo, que suma unas 100.000 personas. Lidia García, de 46 años y originaria de La Paz, trabajó sin sueldo durante meses para devolverle a la dueña del taller lo que esta decía haber pagado por su pasaje de autobús desde .

Como “garantía” del pago de esa deuda, la patrona también le requisó los documentos de identidad. Mientras, García y su marido tuvieron que compartir un pequeño cuarto en el piso de arriba del taller con otras nueve personas.

Después de quejarse a la policía, consiguieron que la patrona les devolviera la mitad de lo que les debía y salieron corriendo en busca de algo mejor.

Romper el ciclo de explotación

Desde esos inicios, García y Chilaca han intentado subir escalones en la cadena textil, abriendo sus propios talleres para vender directamente a los almacenes, pero no es fácil.

“Necesito capital para crear mi propia línea de ropa”, dice García, que recibe unos 18 reales por un conjunto que se puede vender a 150 en las tiendas.

Las dos acuden regularmente al Centro de la Mujer Inmigrante y Refugiada (Cemir), una asociación formada por 280 mujeres, de las que alrededor de un 70% ha sufrido explotación laboral, según su fundadora Soledad Requena, de Perú. “La legislación brasileña es avanzada, pero mucho se queda en el papel”, dice Requena.

La plantilla de inspectores laborales es la menor en casi tres décadas y un reflejo de ello es que el número de personas rescatadas también ha caído, de 6.025 en 2007 a 2.481 en 2022.

En la modesta oficina de Cemir, las mujeres se ayudan entre sí y reciben cursos de emprendedurismo y derechos laborales. Chilaca ya no trabaja los domingos y dice que ha aprendido a negociar: de los 1,5 reales por prenda de antes, ahora cobra una media de 14 reales.

Un día incluso se encaró con un empresario que había invitado a las costureras que le abastecen a tomar un café. “¿Por qué nos paga tan poco? Somos seres humanos”, le espetó.

Ya no cose para él, pero acaba de lanzar una línea de ropa a base de aguayo, el tejido grueso y multicolor usado por las indígenas en Bolivia. “Mi sueño es emprender”, afirma, vestida con una camiseta en la que ella misma ha bordado un corazón de colores andinos.

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