Por Stephen Mihm
El presidente Joe Biden anunció esta semana que la comunidad de inteligencia estimó dos posibles orígenes del COVID-19: “El contacto humano con un animal infectado o por un accidente de laboratorio”. También ordenó una nueva investigación que “nos acerque a una conclusión definitiva”.
No importa hacia dónde lleve la investigación, la historia de la seguridad de los laboratorios muestra que ya se han producido fugas de patógenos en el pasado, a veces con consecuencias fatales. También muestra que incluso investigaciones transparentes y exhaustivas sobre los orígenes de un brote pueden terminar en incertidumbre.
A fines de la década de 1970, la viruela había sido erradicada, pero varios laboratorios de todo el mundo continuaron investigando sobre ella, entre ellos, una instalación en Birmingham, Inglaterra, que tenía acceso a una cepa particularmente virulenta. En el verano de 1978, la fotógrafa médica Janet Parker, que trabajaba allí, se enfermó. Cuando las pústulas se extendieron por la parte superior de su cuerpo, un médico local lo diagnosticó como un caso grave de varicela.
Fue la tercera filtración de viruela de un laboratorio británico en esa década. El Gobierno del país actuó enérgicamente para contener el brote, poniendo en cuarentena a cientos de personas y vacunando a muchas más. Gracias a sus esfuerzos, solo una persona más –la madre de Parker– desarrolló la enfermedad. Pero Parker tuvo una muerte atroz y solitaria en una sala de aislamiento. Fue la última víctima conocida de la viruela.
Pero hubo otras víctimas. En ese momento, los periódicos que cubrían el episodio se obsesionaron con el director del laboratorio, un experto en virus de viruela llamado Henry Bedson. A pesar de no tener evidencia, la prensa lo culpó por el brote. En cuarentena en casa y abatido, Bedson salió al cobertizo de su jardín y se cortó la garganta. Murió poco después.
El Gobierno británico encargó una investigación exhaustiva sobre el brote, que arrojó evidencia de la posibilidad de que Bedson no haya respetado los protocolos de seguridad suficientes y se especuló que Parker debe, de alguna manera, haber contraído la viruela a través de contaminación en los conductos de aire. Posteriormente, una demanda refutó esta explicación, lo que dio lugar a la inquietante posibilidad de que la propia Parker haya ingresado a uno de los espacios de trabajo sin la protección adecuada. El debate continúa hasta el día de hoy.
Cuando ocurren filtraciones de laboratorio en una sociedad hermética, el difícil trabajo de confirmar la fuente de un brote se vuelve mucho más complicado. Un buen ejemplo de ello fue el infame brote de ántrax en Sverdlovsk, una aislada ciudad de la Unión Soviética.
En 1979, comenzaron a llegar a Occidente rumores de que el ántrax estaba cobrando la vida de decenas, o incluso a miles, de personas. Posteriormente ese año, revistas soviéticas confirmaron algunos de estos informes, señalando que más de un centenar de personas había contraído ántrax tras ingerir carne contaminada; más de 60 habían muerto. Una tragedia, sí, pero quizás inevitable: el ántrax era endémico en poblaciones animales locales.
La explicación no convenció a las autoridades de inteligencia de EE.UU. Imágenes satelitales mostraban lo que parecían ser camiones de descontaminación en toda la ciudad, y gran parte de su actividad se centraba en una misteriosa instalación militar conocida como Compuesto 19. Analistas de la CIA plantearon la hipótesis de que los soviéticos habían liberado por error una forma de ántrax desarrollada como potencial arma.
Los soviéticos respondieron indignados. En 1980, la agencia oficial de noticias rusa publicó una contundente refutación titulada “Un germen de falsedad”, que acusaba a EE.UU. de levantar calumnias para obtener ventaja geopolítica. Durante la Administración de Ronald Reagan, la CIA trató de controlar mejor lo sucedido. Le pidieron a Matthew Meselson, un eminente genetista de Harvard que había trabajado para prohibir las armas biológicas, que evaluara la evidencia.
Los hallazgos del servicio de inteligencia no convencían a Meselson. En la década de 1980, desacreditaría otra teoría relacionada –que los soviéticos habían usado algún tipo de arma fúngica en Laos–, e inicialmente hizo lo mismo con el ántrax, respaldando la explicación oficial, con una importante salvedad: sin una investigación exhaustiva del sitio en Sverdlovsk, sería imposible saber con certeza qué había sucedido.
No obstante, Meselson respaldó en gran medida la explicación de la carne contaminada, considerándola “completamente plausible y coherente” dado lo que se sabía sobre el ántrax. Organizó reuniones con científicos soviéticos que dieron crédito adicional a este discurso, con imágenes de muestras patológicas tomadas de víctimas que pretendían mostrar evidencia de que el ántrax había sido ingerido. La comunidad de inteligencia estadounidense siguió albergando dudas.
En este caso, los servicios de inteligencia, y no los científicos, resultaron tener la razón.
Tras la disolución de la Unión Soviética, Meselson y otros investigadores finalmente pudieron acceder a las muestras patológicas genuinas tomadas de los pulmones de las víctimas, que indicaban que habían muerto tras inhalar el ántrax. Revelaciones posteriores completaron el rompecabezas de lo que había sucedido.
Resultó que el Compuesto 19 era una instalación de armas biológicas que operaba violando la prohibición de investigaciones de ese tipo. Allí se fabricaban esporas de ántrax. Según el director del laboratorio en ese momento, un filtro conectado a las máquinas que secaban las esporas se obstruyó. Esto era algo habitual.
El funcionario militar a cargo dejó una nota para que fuera reemplazado en el siguiente turno, pero no la ingresó en el libro de registro, como era costumbre. Cuando llegó el siguiente turno, miraron el libro de registro, no vieron nada y reiniciaron la máquina, sin filtro. Una nube de esporas de ántrax se extendió rápidamente por el vecindario.
Para su crédito, Meselson finalmente juntó todas las piezas y publicó un artículo en Science en el que combinó datos con entrevistas, muestras patológicas y otras pruebas para reconstruir cómo la letal columna de ántrax había dejado más de 60 víctimas fatales y había contagiado a muchas más. Era el año 1994, 15 años después del brote inicial.
Otro incidente ocurrido en la Unión Soviética sigue siendo un misterio. Nunca se ha materializado ninguna evidencia aclaratoria, y es poco probable que alguna vez suceda. En la misma década de las filtraciones de viruela en Gran Bretaña y de ántrax en la Unión Soviética, se produjo también la liberación de una cepa anómala de influenza conocida como H1N1.
En 1977, se materializó un brote de H1N1 en la región fronteriza entre China y la Unión Soviética. Finalmente, se extendió por todo el mundo ese año, afectando a un número desproporcionado de pacientes más jóvenes. Afortunadamente, la tasa de mortalidad fue relativamente baja en comparación con algunas cepas de influenza. Ese no fue el problema.
Lo preocupante de este brote era que esta cepa particular de H1N1 no se había visto desde 1950, cuando fue sustituida por otras cepas. La repentina aparición de lo que un relato describió como un “retroceso en el tiempo” fue desconcertante. Varios investigadores especularon que podría haber escapado de un laboratorio en la Unión Soviética o China, pero esta posibilidad, que ambos países negaron, no pudo ser verificada. El deseo de asegurar la cooperación de ambos países en la lucha contra la influenza probablemente jugó un importante papel en la decisión de no seguir adelante con el asunto.
Pero el incidente siguió siendo un enigma para los virólogos, que intentaron explicar repetidamente lo sucedido. Varias teorías iban y venían para explicar lo que se conoció como una “evolución congelada”, pero en los últimos 20 años, el consenso se ha acercado a la idea de que lo más probable es que este brote haya sido el resultado de algún tipo de salto hacia los humanos desde un laboratorio desconocido. Una teoría relacionada sostiene que fue el resultado de un ensayo de vacuna fallido asociado con intentos de combatir la gripe porcina, que fue una preocupación durante un breve lapso en la década de 1970.
Por supuesto, todos estos incidentes tuvieron lugar en la década de 1970. Se esperaría que la seguridad de los laboratorios hubiera mejorado desde entonces, pero ese no es necesariamente el caso. Después del brote de SARS en el 2003, laboratorios de todo el mundo comenzaron a estudiar el virus, que había estado peligrosamente cerca de causar una pandemia mundial. Desde ese momento, ha habido no menos de seis fugas de SARS desde laboratorios. La primera ocurrió en la Universidad Nacional de Singapur, donde un estudiante de posgrado contrajo la enfermedad a partir de una muestra contaminada.
Le siguió un incidente en Taiwán, cuando un investigador lo contrajo, probablemente durante una fallida descontaminación de desechos de laboratorio. Luego, se produjeron varias fugas en el Instituto Nacional de Virología de China. En un caso, una investigadora le transmitió la infección a su madre, que murió de SARS. En todos los casos, un error humano, probablemente exacerbado por protocolos de seguridad inadecuados, explicó las fugas.
La historia da credibilidad a la idea de que es posible que nuestro actual desastre no tenga un origen natural: que alguna combinación aún indeterminada de error humano o investigación imprudente pueda explicar la propagación del COVID.
Pero hay algo más que nos dice esta historia, y vale la pena recordarlo ahora que hay una creciente prisa por juzgar. Cuando se trata de fugas de laboratorio, la verdad suele tardar mucho en llegar. Y, a veces, las respuestas son profundamente insatisfactorias e incompletas. En el caso del COVID, debemos prepararnos para la posibilidad de no saber nunca los orígenes precisos de una pandemia que ha cobrado la vida de millones de personas.