La codicia del hombre sobre la riqueza amazónica tiene vía libre en las ‘selvas públicas no destinadas’ de Brasil, una inmensa área no regulada donde invasores de tierras, mineros y madereros ilegales campan a sus anchas.
Por avatares de la historia y desidia de las autoridades, unos 830,000 km2 -cerca de 20% de la Amazonía brasileña, casi el tamaño de Venezuela- no están catalogadas ni como unidad de conservación, ni como reserva indígena, ni como tierra privada, y por ello están menos vigiladas y más expuestas a la explotación indiscriminada.
Desde hace décadas, florecen iniciativas para regularlas y protegerlas.
A orillas del río Manicoré, un serpenteante curso de agua negra que surca el sur del estado Amazonas (norte), quince comunidades tradicionales que viven de la pesca, la caza y los frutos, luchan desde el 2006 por constituir las casi 400,000 hectáreas de frondosa selva donde viven en una Región de Desarrollo Sostenible (RDS), una de las formas de conservación previstas en Brasil.
Un puñado de casas precarias de madera, entre las que merodean gallinas y puercos, una pequeña escuela y una iglesia forman la comunidad Terra Preta, donde varias familias se sustentan con la producción de harina de yuca, de açaí -una fruta rica en fibra-, o el aceite de andiroba -fruto con propiedades medicinales y cosméticas-.
“La devastación la vemos en forma de balsas que bajan cada día por el río llenas de madera de la selva”, relata Cristian Alfaia, uno de los líderes comunitarios de la región.
Según datos del Instituto de Investigación Ambiental de la Amazonía (IPAM), entre 1997 y el 2020, el 87% de la deforestación amazónica en suelo público tuvo lugar en áreas ‘no destinadas’, gran parte en tierras invadidas y registradas de forma fraudulenta como privadas.
El 13% restante se lo reparten las tierras indígenas y las unidades de conservación.
Una invitación al “crimen”
Los cerca de 4,000 habitantes de las comunidades del rio Manicoré son descendientes de emigrantes del noreste de Brasil que huyeron de la sequía y se asentaron en este rico lugar de la Amazonía en plena ‘fiebre del caucho’, entre finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, y se mezclaron con indígenas y descendientes de esclavos.
Pero el estado jamás los reconoció como unidad de conservación.
Desde hace décadas, su estilo de vida choca con los intereses del pujante agronegocio, que abre inmensas áreas de tierra para plantar soja o especular con el suelo, de los comerciantes de la muy cotizada madera amazónica, los buscadores de oro, o los pescadores y cazadores ilegales.
El conflicto amazónico por el derecho a la tierra se arrastra desde que la última dictadura militar (1964-1985) promovió la ocupación de la Amazonía con el lema “Integrar para no entregar”, en referencia a supuestos planes de penetración extranjera.
Tras varios años de lucha, el proyecto de RDS, al que se oponían políticos locales con vínculos con ruralistas de la región, fue archivado, entre denuncias de presiones y amenazas.
Este año, las comunidades del Manicoré fueron beneficiadas con una Concesión de Derecho de Real de Uso, un primer paso, aunque muy alejado, hacia la unidad de conservación, que garantizaría una gestión oficial y vigilancia ambiental.
“Cuando una tierra no está destinada, está sujeta a la comisión de todo tipo de crímenes y deja a toda una población sin acceso a una política pública básica, como salud y educación”, explica Daniel Viegas, fiscal de Amazonas a cargo del proceso de la RDS Rio Manicoré y especialista en demandas ambientales.
“Un patrimonio saqueado”
Un sobrevuelo por el sur del estado Amazonas permite ver el avance del hombre sobre esas ‘tierras de nadie’: cada tanto, enormes cuadrados amarillentos rompen la uniformidad del verde de la mayor selva tropical del planeta; caminos de tierra recién abiertos sirven para sacar en camión la madera hacia los ríos.
Ambientalistas acusan al presidente ultraderechista Jair Bolsonaro de estimular la devastación con su retórica a favor de la explotación comercial de la Amazonía y con proyectos promovidos por él y sus aliados en el Congreso, como uno que busca flexibilizar los criterios para adjudicar títulos de tierras públicas ilegalmente invadidas.
Para Cristiane Mazzetti, portavoz de Greenpeace Brasil, “la destinación” de las tierras es una forma “muy eficaz de combatir la deforestación”, pero ha sido “muy ignorada por el gobierno federal actual y por los gobiernos regionales”.
“Estamos hablando de un patrimonio de todos los brasileños y de la humanidad, que ha sido saqueado, destruido y ha contribuido a la crisis climática”, explica.