Cada 20 metros en las calles Florida o Lavalle, en el centro de Buenos Aires, alguien grita “cambio”, ofreciendo comprar dólares por casi el doble del tipo de cambio oficial. En los supermercados, los precios suben todos los meses y la inflación de este año se acerca al 100%. Como ha sucedido varias veces en los últimos 50 años, Argentina está de nuevo perdida en un laberinto económico que mayormente es de hechura propia. Las distorsiones han alcanzado la línea de peligro. “Si esto sigue así, otra vez veremos saqueos en supermercados”, dice un taxista.
En la raíz de la actual inestabilidad está un Gobierno peronista débil y dividido. El presidente, Alberto Fernández, le debe el puesto a la decisión de Cristina Fernández de Kirchner (no son parientes), la figura más poderosa del peronismo, que lo eligió candidato presidencial (ella postuló a la vicepresidencia). Heredaron una economía que su predecesor conservador, Mauricio Macri, trató de reparar, pero fracasó. Para evitar el desastre, alcanzó un acuerdo de US$ 57,000 millones con el FMI.
El primer ministro de Economía de Fernández, el académico Martín Guzmán, amplió los controles de precios y del tipo de cambio, reestructuró la deuda externa y negoció un nuevo acuerdo con el FMI. El organismo fue más indulgente que en el pasado. No obstante, para que la economía sea viable, el acuerdo exige que Argentina recorte su déficit fiscal, que el Banco Central reduzca la emisión primaria dirigida a financiar al Gobierno y que fortalezca las reservas internacionales.
Anteponiendo inflación antes que austeridad, los aliados de Fernández de Kirchner en el Congreso votaron en contra del acuerdo, pero fue aprobado con los votos de peronistas moderados y la oposición. Cuando Guzmán intentó implementarlo, la vicepresidenta forzó su renuncia, en julio pasado, lo que provocó el hundimiento del peso en el mercado callejero; la demanda por bonos gubernamentales en moneda nacional se secó. El aumento de protestas y huelgas elevó el temor de que el Gobierno podría caer.
A regañadientes, los Fernández recurrieron a Sergio Massa, una tercera figura importante del peronismo, quien se mudó de la presidencia de la Cámara Baja del Congreso a dirigir un fortalecido Ministerio de Economía, al que llevó algo de calma, pero no mucha. Sus objetivos son reducir la inflación recortando el déficit fiscal y construir confianza en el peso con superávit comercial y reservas internacionales. “El acuerdo con el FMI es un ancla, no un objetivo”, afirma. “Es útil como hoja de ruta”.
Massa añadió reservas internacionales porque ofreció a los agricultores de soya un mejor tipo de cambio para que repatrien sus dólares. Sin embargo, las reservas internacionales netas solo llegan a US$ 2,000 millones, según el FMI. Para conservarlas, ahora que los fans argentinos se preparan para viajar al Mundial de Catar, que se inicia el próximo mes, ha establecido un impuesto al gasto por turismo en el exterior.
También ha reducido los gastos gubernamentales, diseñó un estricto presupuesto y está trabajando en el recorte de subsidios indiscriminados a servicios públicos, incluido el transporte. La inflación ha ayudado en ese esfuerzo al disminuir el valor real del gasto. Massa consiguió un empujón cuando el 7 de octubre el FMI aprobó un desembolso de US$ 3,800 millones –aunque el dinero será devuelto como pago de deuda–. El organismo elogió los esfuerzos del ministro, pero advirtió que los riesgos permanecen elevados.
El mayor de tales peligros es político. La vicepresidenta tuiteó que el Gobierno debería hacer más para moderar los precios de alimentos; su hijo, Máximo (es congresista), criticó el “dólar soya”. Pero ella tiene que saber que Massa es lo único que se antepone entre Argentina y el caos. El país tendrá elecciones generales dentro de un año, en las que se espera una victoria de la oposición. Una reforma exhaustiva de la economía y un retorno al crecimiento sostenido tendrán que esperar por un Gobierno más vigoroso y decidido.
Es que para el actual, “el objetivo es sobrevivir, porque no están gobernando”, sostiene el politólogo Luis Tonelli, quien es cercano a la oposición. La vicepresidenta enfrenta procesos judiciales por corrupción –ella afirma que es persecución política– de modo que está interesada en ser reelecta senadora para retener su inmunidad parlamentaria. En tanto, Massa (50 años) es un aliado así como un rival. La opinión generalizada es que tiene ambiciones presidenciales.
Su estilo recuerda al ala conservadora del peronismo que gobernó en los años 90 bajo Carlos Menem, pero en ese entonces fue marginado por el populismo de izquierda de Fernández de Kirchner. Si ahora falla, será un simple pie de página en el amplio fracaso del Gobierno, si le va demasiado bien, la vicepresidenta podría apartarlo. Pero por lo menos, Massa tiene una modesta oportunidad de ralentizar el deterioro de la difícil situación que atraviesa Argentina. De lograrlo, se habrá hecho de un nombre para el futuro.