María Álvarez (un nombre ficticio) es católica devota. El año pasado se sintió aliviada cuando la pandilla de Ismael Ruiz, una filial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), instaló sus operaciones en San Antonio, su pueblo natal. Prometieron acabar con lo que Álvarez califica como “conductas inmorales”.
Hace dos meses, la pandilla echó a su hijo del pueblo. No les gustaban sus acrobacias en moto, pelo largo y aretes. Ella lo extraña, pero sostiene que “la limpieza social impide que haya personas que le roben a gente trabajadora como nosotros y ayuda a garantizar que nuestros jóvenes se comporten”.
La mayoría de los latinoamericanos aborrecen el flagelo del crimen organizado y respaldan las medidas enérgicas. Esto explica la extraordinaria popularidad de Nayib Bukele, presidente de El Salvador, quien ha usado el encarcelamiento masivo y a las fuerzas armadas para lograr que la tasa de homicidios de su país, que llegó a ser una de las más altas del mundo, ahora esté cerca de la de Canadá.
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Sin embargo, hay regiones de América Latina, en particular las rurales, donde las pandillas se han vuelto populares y actúan como un Estado de facto. Alrededor del 14% de los latinoamericanos (80 millones de personas) creen que los grupos criminales ofrecen orden y reducen la delincuencia en sus comunidades.
La gente admira más a las pandillas porque son más capaces que los gobiernos electos para imponer un estricto control social. Según Daniela Castillo Aguillón, exfuncionaria del gobierno de Colombia que trabajó en el proceso de paz, el país es conservador a nivel social y lo permea el sexismo y la estigmatización de las personas transgénero, las prostitutas y los consumidores de drogas.
“Ciertos grupos criminales prometen una sociedad libre de todo eso y de gente así”, afirmó Castillo.
En San Antonio y otras zonas de Colombia, las pandillas amenazan o incluso matan a ladrones, traficantes de drogas y trabajadoras sexuales que se descubre que están infectadas de enfermedades de transmisión sexual. Cuando visitamos la provincia rural de Tolima, un lugareño mostró un panfleto: “No salga a la calle el sábado entre las cuatro de la tarde y el domingo a las seis de la mañana. Haremos una limpieza social”.
En 2016, el gobierno de Colombia firmó un acuerdo de paz con el mayor grupo rebelde del país, las FARC, después de más de medio siglo de una guerra de guerrillas. No obstante, el acuerdo dejó un vacío de poder en muchas partes del país —en lugares como Tolima— que no llenó el Estado. Nuevas pandillas llegaron en masa para crear un caleidoscopio mortal donde más de 190 grupos luchan por el control.
Cuando las pandillas consolidan su poder, los lugareños pueden empezar a verlas como una alternativa atractiva al gobierno (o un complemento de este). En una encuesta realizada en 2019 a 7,000 residentes de Medellín, la segunda ciudad más grande de Colombia, la mayoría de las personas afirmó haber pagado una cuota de extorsión.
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A cambio, los grupos delictivos ofrecen resolución de conflictos y otros servicios y son más fáciles de contactar que la policía o la oficina del alcalde. Tan solo el 46% de los encuestados afirmó que su barrio estaría mejor sin las pandillas. Los empresarios desaprobaron la extorsión, pero les disgustaban más los impuestos municipales.
A Juan Carlos García Granada, exguerrillero de una filial de las FARC llamado Frente 21, el cual firmó el acuerdo de paz de 2016, le preocupa la limpieza social. Esto se debe a que los firmantes de la paz y otros líderes sociales son de los primeros objetivos.
Las personas que hacen la “limpieza” suelen ser disidentes de las FARC que no dejaron las armas y se sienten traicionados por sus antiguos camaradas que sí lo hicieron. “Matan y amenazan a nuestros colegas”, comentó indignado García Granada. Casi la mitad de los defensores de los derechos humanos asesinados en todo el mundo el año pasado perecieron en Colombia, según Front Line Defenders, una organización de derechos humanos. Esto lo convierte en el país más letal del mundo para este tipo de trabajo.
En México se despliegan tácticas similares. Se rumora que la pandilla de Sinaloa ha colgado pancartas en la ciudad de Culiacán —la cual fue durante años la base de operaciones del narcotraficante Joaquín, “El Chapo”, Guzmán, ahora encarcelado— en las que prohíbe el tráfico, la venta y la producción de fentanilo, un opioide sintético que el año pasado mató a más de 70,000 personas en Estados Unidos.
En marzo, el grupo cubrió puentes con carteles que anunciaban que los líderes de la pandilla no permitían robos, secuestros ni extorsiones en la comunidad. Los ejecutores amenazan, secuestran o asesinan a quienes desobedecen.
No obstante, la agrupación de Sinaloa también es conocida por hacer el bien en su comunidad por medio de lo que a veces se denomina la narcocaridad. Las pandillas construyen escuelas o iglesias y a veces organizan fiestas para los vecinos.
La pandilla más grande de Ecuador, Los Choneros, pagó una fiesta de Navidad en diciembre, con gente disfrazada de Mickey Mouse y hadas, quienes les regalaron juguetes a los niños. El objetivo de estas acciones es ganarse los corazones y las mentes de los lugareños. En México son populares los narcocorridos, canciones que glorifican a los narcotraficantes.
Bailar con el diablo
Incluso el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, parece considerar a Guzmán como una figura tipo Robin Hood. Ha visitado en varias ocasiones Badiraguato, la ciudad natal del capo. En 2020 estrechó con entusiasmo la mano a la madre del criminal.
El equipo de López Obrador fue acusado de recibir dinero de narcotraficantes durante su primera campaña presidencial en 2006, a cambio de la promesa de tolerarlos (aunque López Obrador lo niega). México y Colombia tienen algunos de los niveles de impunidad más altos del mundo: el 95% y el 94%, respectivamente, de los delitos denunciados no producen una condena.
Los latinoamericanos quieren sentirse seguros. Cuando los grupos criminales hacen un mejor trabajo que los gobiernos brindando esa sensación, mucha gente está dispuesta a aceptar su control. Sin duda eso sigue creyendo Álvarez, incluso después de que su propio hijo fue expulsado de su hogar.
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