A primera vista, parece que la economía mundial es reconfortantemente resiliente. Estados Unidos ha crecido aunque su guerra comercial con China haya escalado. Alemania ha superado la pérdida del suministro de gas ruso sin sufrir un desastre económico. La guerra en Medio Oriente no ha provocado una crisis petrolera. Los rebeldes hutíes que lanzan misiles casi no han afectado el flujo de mercancías a nivel global. Como porcentaje del PBI a nivel mundial, el comercio se ha recuperado de la pandemia y se pronostica que crezca de manera saludable este año.
Pero cuando nos fijamos bien, vemos la debilidad. Durante años, se ha visto debilitado el orden que ha gobernado la economía global desde la Segunda Guerra Mundial y hoy en día está cerca del colapso. Una cantidad preocupante de factores detonantes podría provocar una caída en la anarquía donde reine el poder y la guerra sea una vez más el recurso de las grandes potencias. Incluso si nunca se llega al conflicto, el efecto en la economía de una ruptura de las normas podría ser rápido y despiadado.
La desintegración del viejo orden se puede ver en todas partes. Las sanciones se usan cuatro veces más que en la década de 1990; en fechas recientes, Estados Unidos ha impuesto sanciones “secundarias” a entidades que apoyan a los ejércitos de Rusia. Está en marcha una guerra de subsidios, mientras que los países intentan copiar el amplio apoyo estatal a la manufactura ecológica que ofrecen China y Estados Unidos. Pese a que el dólar sigue predominando y a que las economías emergentes son más resilientes, los flujos de capital a nivel global están comenzando a fragmentarse.
Las instituciones que salvaguardaban el viejo sistema ya están extintas o rápidamente están perdiendo credibilidad. El próximo año, la Organización Mundial del Comercio cumple 30 años, pero habrá pasado más de cinco años paralizada debido al descuido de Estados Unidos. El FMI es presa de una crisis de identidad, atrapado entre promover una agenda ecológica y garantizar la seguridad financiera.
El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas está paralizado. Y, como informamos, las partes en conflicto usan a los tribunales supranacionales, como la Corte Internacional de Justicia, cada vez más como armas. El mes pasado, algunos políticos estadounidenses, entre ellos Mitch McConnell, el líder de los republicanos en el Senado, amenazaron a la Corte Penal Internacional con sancionarla si emite órdenes de arresto contra los líderes de Israel, al cual también Sudáfrica ha acusado de genocidio ante la Corte Internacional de Justicia.
Hasta ahora, la fragmentación y el deterioro han aplicado un impuesto encubierto a la economía global: perceptible, pero solo si sabemos dónde buscar. Por desgracia, la historia nos ha demostrado que puede haber desplomes más caóticos y profundos… y que estos pueden llegar de repente cuando el deterioro ya está en marcha. La Primera Guerra Mundial acabó con una era dorada de la globalización que en ese momento muchas personas suponían que iba a durar para siempre.
A principios de la década de 1930, después del inicio de la Gran Depresión y la Ley Arancelaria Smoot-Hawley, las importaciones estadounidenses se desplomaron un 40% en solo dos años. En agosto de 1971, de manera inesperada Richard Nixon suspendió la convertibilidad de dólares a oro; solo diecinueve meses después, se vino abajo el sistema de Bretton Woods de tasas de cambio fijas.
Parece que en la actualidad puede haber una ruptura parecida. El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, con su visión del mundo de suma cero, continuaría el debilitamiento de las instituciones y las normas. El miedo a una segunda ola de importaciones chinas baratas podría acelerarla. La guerra abierta entre Estados Unidos y China por Taiwán, o entre Rusia y Occidente, podría provocar un desplome de enormes dimensiones.
En muchos de estos escenarios, la pérdida será más grande de lo que mucha gente cree. Está de moda criticar la globalización irrestricta como la causa de la desigualdad, la crisis financiera mundial y la falta de atención al cambio climático. Pero los logros de las décadas de 1990 y 2000 —el punto más alto del capitalismo liberal— no tienen precedentes.
Cientos de millones de personas salieron de la pobreza en China cuando el país se integró a la economía global. La tasa de mortalidad infantil es menos de la mitad de lo que era en 1990. El porcentaje de la población mundial asesinada en conflictos de carácter estatal llegó al nivel mínimo de una posguerra con un 0.0002% en 2005; en 1972, fue casi 40 veces más alto.
Las últimas investigaciones muestran que la era del “consenso de Washington”, el cual esperan remplazar los líderes actuales, fue una época en la que los países pobres comenzaron a disfrutar de la recuperación del crecimiento y cerrar la brecha con los países ricos.
El deterioro del sistema amenaza con desacelerar ese progreso, o incluso hacer que retroceda. Cuando se haya fracturado, es poco probable que lo remplacen reglas nuevas. Más bien, los asuntos internacionales descenderán a su estado natural de una anarquía que favorece el bandidaje y la violencia. Sin confianza ni un marco institucional para la cooperación, los países tendrán más dificultades para enfrentar los desafíos del siglo XXI, desde contener una carrera armamentista en inteligencia artificial hasta colaborar en el espacio.
Los problemas serán abordados por clubes de países con ideas afines. Tal vez eso funcione, pero implicará coerción y resentimiento más frecuentes, como con los aranceles aduaneros al carbono en Europa o la enemistad de China con el FMI. Cuando la cooperación da paso a la imposición, los países tienen menos razones para mantener la paz.
Para el Partido Comunista de China, Vladimir Putin u otros desfachatados, no sería nada nuevo un sistema en el que reinara el poder. Ellos ven el orden liberal no como una promulgación de ideales nobles, sino como un ejercicio del poder estadounidense en bruto, un poder que ahora se encuentra en un descenso relativo.
Poco a poco, y luego de repente
Es cierto que el sistema que se estableció después de la Segunda Guerra Mundial logró un matrimonio entre los principios internacionalistas de Estados Unidos y sus intereses estratégicos. Pero el orden liberal también trajo muchos beneficios para el resto del mundo. Muchos de los pobres del mundo ya están sufriendo por la incapacidad del FMI de resolver la crisis de deuda soberana posterior a la pandemia de COVID-19.
Los países de ingresos medios, como la India e Indonesia, que tienen la esperanza de forjar su camino a la riqueza mediante el comercio están explotando las oportunidades creadas por la fragmentación del viejo orden, pero a fin de cuentas van a depender de que la economía global siga integrada y sea predecible. Y la prosperidad de gran parte del mundo desarrollado, sobre todo de las economías pequeñas y abiertas como el Reino Unido y Corea del Sur, depende por completo del comercio. Apuntalada por un fuerte crecimiento de Estados Unidos, parecería que la economía mundial puede sobrevivir a todo lo que se le ponga enfrente… pero no puede.
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