Cuando Tomás Moro escribió “Utopía”, una sátira publicada en 1516, tuvo mucho cuidado en no brindar una ubicación exacta de su isla imaginaria poblada por una sociedad perfecta, aunque le da a entender al lector que se situaba frente a las costas de Brasil. No era una coincidencia.
La idea de Utopía quizás sea universal, pero desde Cristóbal Colón y el encuentro europeo con América, que tuvo lugar no mucho antes de que Moro escribiera su obra, ha tenido una asociación particular con América Latina.
Esto fue nutrido por los mitos de El Dorado y las amazonas, por relatos de las prodigiosas civilizaciones del antiguo México y de los incas, y por las nociones europeas del Nuevo Mundo como un paraíso natural habitado por el “buen salvaje”, según Rousseau, y como una página en blanco en la que cualquier proyecto podía inscribirse.
“Nos hemos aferrado a Utopía porque fuimos fundados como una utopía, porque el recuerdo de la buena sociedad se encuentra en nuestros orígenes y, también, en nuestro destino, como realización de nuestras esperanzas”, escribió el novelista mexicano Carlos Fuentes.
Refundar, no reformar
Esta visión continúa hasta el presente en la política latinoamericana. El afán utópico es “refundar” en lugar de reformar países, expresado en nuevas constituciones o la inhabilitación de oponentes políticos. A menudo, milita contra las más modestas pero alcanzables metas de bueno gobierno y progreso sostenido.
Es el caso de la propuesta de una nueva Constitución en Chile, que ha sido presentada este mes. Su capítulo sobre “derechos y garantías fundamentales”, que consta de 110 artículos, es un detallado modelo de una sociedad ideal en la que nadie es discriminado y todos gozan de igualdad, aunque unos más que otros.
También garantiza a todos el derecho, entre otras cosas, a la “neurodiversidad”, “al libre desarrollo de su personalidad, identidad y de sus proyectos de vida” y “al ocio, al descanso y a disfrutar el tiempo libre”.
Asimismo, dispone que el Estado promueva, fomente y garantice “la interrelación armónica y el respeto de todas las expresiones simbólicas, culturales y patrimoniales”.
Sin importar que estas aspiraciones sean irremediablemente inconsistentes, a menudo entran en contradicción entre ellas y es supremamente improbable que se materialicen.
Más casos
O el caso de Colombia y su presidente electo, Gustavo Petro. No solo propuso prohibir todas las nuevas actividades de prospección de petróleo, gas y minerales en un país cuyas exportaciones mineras y petroleras representan la mitad del total, sino que también prometió que el Estado daría trabajo al 11% de la fuerza laboral que está desempleada —su designado ministro de Finanzas dice que eso no ocurrirá—.
Por su parte, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, promete lo usual en materia de política gubernamental y administración pública, sino además una “cuarta transformación”, similar a la Independencia de su país o la Revolución de 1910-17.
Y personajes de fuera, desde Butch Cassidy —un asaltante de trenes estadounidense que murió en Bolivia— hasta un grupo de antivacunas alemanes que estableció una comuna en la selva de Paraguay durante la pandemia, continúan viendo a América Latina como un lugar donde perseguir sus sueños sin ser perturbados por leyes o restricciones.
Lo irónico de lo utópico
El problema con esta búsqueda de Utopía es que coexiste con gobiernos que, en general, son deficientes, algo que no sería una coincidencia. El ensayista colombiano Carlos Granés lo explica en “Delirio americano”, una monumental exploración de la cultura y la política latinoamericanas en el siglo XX, publicado a principios de este año.
El autor sostiene que el encaprichamiento utópico de los intelectuales de la región con el nacionalismo y la revolución generó que desdeñen la democracia liberal y acojan a líderes autoritarios de derecha o izquierda.
Estos impulsos han endurecido el estilo de hacer política en la región. “Si renunciamos a Utopía y la revolución, ¿que lugar tendría América Latina en el concierto de las naciones?”, pregunta Granés.
Ese culto alcanzó su apogeo con Che Guevara, la teología de la liberación y el subcomandante Marcos y su Ejército Zapatista de Liberación Nacional, con sus respectivos ejemplos de sacrificio y redención vía la guerra de guerrillas contra el imperialismo, la exaltación de los pobres y lo que Granés llama “revolución como arte escénica”.
El anhelo de Utopía es una respuesta a las injusticias e inequidades de las sociedades latinoamericanas, pero podría empeorar esos problemas.
Sin embargo, la utopía podría deslizarse con demasiada facilidad hacia la distopía de pobreza y Estados policíacos, como ha ocurrido en la Cuba de Fidel Castro, la Nicaragua de Daniel Ortega o la Venezuela de Hugo Chávez. Hasta donde no ha sucedido así, puede provocar frustración y reacción, lo cual podría ser el destino de Chile.
Es mucho mejor que los políticos de América Latina sean honestos con su población respecto de los límites de lo posible y sigan la ruta del progreso sostenido, que ponerse a buscar el paraíso.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez