Los precios han aumentado al ritmo más rápido en décadas, pero no hemos tenido un debate sobre la inflación. Hemos tenido cinco. Podríamos hacer un mejor trabajo al analizar los problemas si distinguimos entre ellos.
El primer debate se refiere a la magnitud de la inflación actual: cuánto durará y cuán alto llegará.
Comenzó la primavera pasada, cuando algunos economistas activaron las alarmas respecto de que probablemente veamos la inflación más alta en una generación. Otros argumentaron primero que la inflación se mantendría moderada y luego que sería “transitoria”. Ahora se ha mantenido alta durante el tiempo suficiente para que el presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, haya eliminado el uso de dicho calificativo.
Lo dañina que puede llegar a ser esta inflación ha desencadenado un segundo debate. Los optimistas han afirmado que ayudará a muchos, tal vez a la mayoría de los estadounidenses, porque permite a los prestatarios reembolsar sus préstamos con dólares devaluados. Los pesimistas, que tienen a la opinión pública de su lado, han enfatizado que el valor real de los salarios ha caído durante el último año.
El debate número tres aborda lo que está detrás de la inflación. Algunos políticos y activistas señalan la codicia corporativa y la creciente concentración empresarial. Pero esos factores no la explican: la concentración empresarial no cayó durante cuatro décadas a partir de la década de 1980 y luego aumentó repentinamente el año pasado, y tampoco es difícil creer que la codicia siguiera ese patrón. La disputa más seria se refiere a la medida en que las perturbaciones derivadas del COVID-19 han provocado precios más altos y hasta qué punto han provocado la sobreestimulación de la economía. En otras palabras, ¿cuánto del problema es “oferta” y cuánto “demanda”?
Este debate conduce rápidamente al cuarto: ¿qué debemos hacer para combatir la inflación? Entre las soluciones ofrecidas: ralentizar la compra de activos de la Fed, aumentar las tasas de interés, recortar las regulaciones para abordar la escasez, restringir el gasto federal y, esta es la favorita de los teóricos de la codicia corporativa, imponer controles de precios.
Y de ahí pasamos al quinto: ¿cuánto de esto es culpa del presidente Joe Biden?
Todos estos debates están obviamente relacionados. Calcular cuánto daño ha hecho la inflación depende, por ejemplo, de qué la está causando: no se debe esperar que una inflación generada por la oferta ayude a los prestatarios o que la Fed pueda contrarrestarla fácilmente. Pero mezclar estos temas puede conducir a errores.
Los partidarios de Biden a veces han mencionado las interrupciones a la cadena de suministro como una forma de negar que la inflación es su culpa. Sus oponentes a menudo prefieren centrarse en una política fiscal flexible, lo que deja en claro su culpabilidad. Pero esta forma de ver los problemas es solo un surco en el que hemos caído.
La inflación actual puede ser, en gran parte, un problema de oferta y, al mismo tiempo, Biden debería estar haciendo más para abordarlo. Eliminar la Ley Jones, que encarece el transporte de mercancías, sería un comienzo, y renunciar a ella está totalmente dentro de las atribuciones del presidente.
El gasto de Biden tampoco es solo un problema de demanda. Cuando los críticos dicen que el dinero de ayuda por covid facilitó que las personas no trabajaran, están hablando de un efecto en la oferta.
Cuando digo que “nosotros” deberíamos distinguir las interrogantes que plantea esta inflación, me incluyo ampliamente a mí mismo. La primavera pasada, era escéptico con el argumento de que la política fiscal y monetaria eran peligrosamente laxas de una manera que presentaban el riesgo de una alta inflación.
Las predicciones anteriores en este sentido, como las que se hicieron después de la gran recesión hace una década, no se habían cumplido. La velocidad con la que el dinero cambiaba de manos siguió siendo baja. Las expectativas de inflación del mercado durante los próximos cinco a diez años se mantuvieron cerca o por debajo del objetivo de la Fed.
Todavía mantendría la mayor parte de lo que escribí entonces. Al final del año, la política monetaria parece demasiado laxa, a juzgar por la brecha entre los niveles reales de gasto en toda la economía y sus niveles esperados.
Sin embargo, me equivoqué al pensar que, por lo tanto, no debemos preocuparnos por la inflación. (“Deje de preocuparse por la inflación” fue el titular de un artículo de opinión que coescribí en febrero. ¡Vaya!). Las advertencias de inflación que estaba discutiendo no se centraban en las cadenas de suministro, así que yo tampoco. Pero la escasez de oferta resultó ser crucial, y luego más persistente de lo que supuse inicialmente.
Cometeríamos el error opuesto si asumiéramos que debido a que los que favorece medidas restrictivas para combatir la inflación tenían razón en los dos primeros debates, también hicieron bien todo lo demás. Hasta ahora, el temor de que las mayores expectativas inflacionarias cobren vida propia no se ha materializado: los mercados de bonos siguen descontando una inflación cercana al 2% durante la próxima década.
Si tenemos suerte —y después de subestimar la inflación de 2021, la suerte es importante— dentro de un año todos estos debates parecerán menos importantes.