Hace apenas unos días, una revista cubana llamada AM:PM se vio obligada a cerrar. Su gerencia denunció la “creciente presión y acoso” de las agencias de contrainteligencia del país, pero AM:PM no se dedicaba a destapar escándalos políticos ni a informar sobre la debilitada economía de la isla comunista, sino a celebrar la música cubana.
Que la policía secreta ahora atormente a quienes dan voz a uno de los ritmos regionales más ricos simplemente porque recibían financiamiento internacional es un ejemplo más de los extremos a los que están llegando los regímenes autocráticos de la región en su implacable represión del disenso.
América Latina no ha sido inmune a la ola de represión que se ha extendido por el mundo y que ha erosionado de manera constante los derechos políticos y las libertades civiles durante las últimas dos décadas. Está la tragedia criminal de Venezuela, una vez el país más rico de América Latina y ahora es un foco de criminalidad, represión y desesperación. A pesar de la victoria indiscutible de la oposición en las elecciones del 28 de julio, el régimen autoritario de Nicolás Maduro y sus secuaces está haciendo todo lo posible para conservar el poder, incluidos crímenes contra la humanidad, y subvirtiendo las instituciones del Estado para encarcelar a sus oponentes políticos. Como resultado, Venezuela se está uniendo a Cuba y Nicaragua en el club de autócratas de la región.
En el firmamento latinoamericano, estos tres países representan hoy el equivalente de agujeros negros políticos cuyo colapso ha desatado fuerzas malignas sobre sus ciudadanos, sus vecinos y el mundo en general. Sus gobiernos autoritarios han podido resistir las sanciones y las presiones internacionales y al mismo tiempo consolidar sus tácticas represivas, envalentonados por la falta de una respuesta efectiva. Sus poblaciones están atrapadas, sus sociedades civiles están efectivamente desmanteladas; incluso quienes alguna vez fueron aliados de los regímenes están bajo la amenaza de ser purgados, encarcelados o exiliados.
Pocos pueden visitar estas naciones, no solo porque las conexiones aéreas son ahora escasas y distantes, sino por miedo a ser detenidos, porque el régimen bloquea arbitrariamente la entrada; las familias siguen divididas u obligadas a reunirse en el extranjero para evitar el acoso. Sus principales relaciones diplomáticas se limitan a autocracias afines —principalmente China y Rusia— de las que reciben ayuda financiera y militar mientras explotan cada resquicio del sistema internacional para contener su decadencia económica.
Sus métodos cada vez más violentos reducen la esperanza de cualquier forma de transición política pacífica y han hecho que la cooperación con antiguos aliados sea cada vez más riesgosa y desagradable.
Por su tamaño, su influencia histórica en el mercado petrolero y su predominio sobre el movimiento socialista, Venezuela representa el mayor desafío de estos agujeros negros. Pero ninguno de estos tres países se convirtió en lo que es de la noche a la mañana: se beneficiaron del fracaso de la región en enfrentar estas amenazas desde el principio. También hubo complicidades políticas y empresariales: América Latina tiene una larga tradición de ocuparse de sus propios asuntos, lo que, combinado con esfuerzos de integración ineficaces, afinidades ideológicas y el resentimiento vestigial por la presencia de EE.UU., ha neutralizado cualquier capacidad para contener estas amenazas a nivel local.
Aunque ahora no haya soluciones fáciles, sigue siendo crucial entender lo profundamente perjudiciales que son estas autocracias para sus vecinos y lo importante que es para América Latina defender los valores democráticos. Desde la migración descontrolada hasta el incremento del crimen organizado que empeora la inseguridad o el riesgo de convertirse en un peón en la competencia entre grandes potencias, la región —y también EE.UU.— tienen mucho que perder con la expansión desenfrenada de los regímenes autoritarios.
Nicaragua, una de las dictaduras más brutales del mundo, es un claro ejemplo de ello. El gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo ha aplastado a toda oposición política, a la prensa independiente y a todos los segmentos de la vida pública libre, eliminando el estatus legal y confiscando los activos de miles de organizaciones, desde el Orden jesuita hasta la Asociación de Scouts del país.
El costo para los vecinos de este autoritarismo es palpable incluso en asuntos cotidianos: la disolución de las cámaras y sindicatos agrícolas locales en Nicaragua, por ejemplo, ha debilitado la lucha contra un parásito ganadero que se está extendiendo en Centroamérica y Norteamérica. La utilización de la migración como arma para generar ganancias financiera, y el aprovechamiento de las normas internacionales de blanqueo de dinero para perseguir a los disidentes conlleva otras consecuencias más onerosas. También existe el riesgo de que aumente la presencia militar extranjera, en particular la de Rusia.
Por más tentador que sea para los círculos diplomáticos de América Latina y Washington ver estas autocracias como problemas irresolubles que deben dejarse en paz o, peor aún, esperar que su solución solo llegue cuando las cosas toquen fondo, eso sería un gran error. Basta observar la situación actual de Haití para darse cuenta de que la inestabilidad política siempre puede empeorar. La región sufrirá las externalidades negativas de esta descomposición, incluida una mayor inestabilidad e inseguridad, durante décadas. Creer que estas situaciones se van a solucionar de algún modo sin intervención externa es una ilusión en su forma más tóxica y autodestructiva.
Los flujos migratorios descontrolados son probablemente las externalidades más visibles —y controvertidas—. Según algunas estimaciones, aproximadamente el 18% de la población cubana ha abandonado el país en los últimos dos años. Millones de cubanos empobrecidos, en su mayoría en edad activa, pero también niños y ancianos, se ven por las calles desde Mérida, en Yucatán, hasta Miami, en busca de una oportunidad para escapar de la miseria y la opresión.
Manuel Orozco, director del Programa de Migración, Remesas y Desarrollo del Diálogo Interamericano en Washington, destaca que abordar de manera temprana el deterioro democrático en otras naciones latinoamericanas es crucial para evitar llegar a “puntos de inflexión” cuando un potencial autócrata logre capturar las instituciones del Estado:
“El llamado declive o retroceso democrático pone en evidencia los retrocesos políticos en muchos países y sirve como advertencia de lo cerca que estamos de vivir en un mundo dirigido por dictadores. Los grupos cívicos en El Salvador, Honduras, Perú, Paraguay, entre otros, necesitan triplicar sus esfuerzos para unirse en un pacto político democrático, de lo contrario la ola dictatorial los consumirá como ha sucedido en Nicaragua y Venezuela”.
En una investigación que se publicará el mes próximo, Orozco ofrece siete recomendaciones de políticas para disuadir a los dictadores de usar el poder blando contra la desinformación para empoderar y fortalecer a las oposiciones. También propone penalizar a Nicaragua por su incumplimiento del Tratado de Libre Comercio de América Central e impulsar la vía legal contra Ortega y Maduro bajo la Convención contra la Tortura y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La diáspora de estas naciones, principalmente en EE.UU., debe ser aceptada como un actor clave para cualquier posible transición, sostiene.
Esas recomendaciones merecen una consideración aún más amplia a la luz del desmantelamiento caprichoso del sistema judicial de México, las reuniones con narcotraficantes de familiares del presidente de Honduras y otras señales preocupantes de retroceso democrático en la región. Si hay una lección que América Latina puede aprender de la catástrofe actual de Venezuela, es que sus semillas se sembraron a plena luz del día.
Pero, sobre todo, es crucial que los pueblos oprimidos de Cuba, Nicaragua y Venezuela sepan que no han sido abandonados a un destino maligno y que los países democráticos de la región seguirán combatiendo los peligros que plantean estos regímenes. En una semana en la que la mayoría de los líderes latinoamericanos están en Nueva York para la Asamblea General de las Naciones Unidas, la situación de estos países debería estar presente en las reuniones y los discursos de todos. Si queremos que la democracia vuelva a florecer en el continente, tenemos que hablar más fuerte, con una sola voz, contra los peligros de la autocracia.
Por Juan Pablo Spinetto
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