
Imagínese esto: es finales de 2026. Venezuela ha vuelto por fin a la democracia después de que el chavismo se derrumbara bajo la implacable presión de Estados Unidos, con Nicolás Maduro huyendo a Nicaragua con su colección de relojes y su séquito de admiradores.
Cuba se tambalea tras perder a su aliado más cercano, enfrentándose a la tan esperada implosión final del comunismo. Bolivia ya dejó atrás el socialismo mediante una transición mucho más suave. Los tres países que en su día alimentaron la retórica antiamericana más ruidosa de la región han dado un giro político, dejando a Managua como la última capital del radicalismo y el único socio militar de China y Rusia en Latinoamérica.
Tras el hundimiento de una presunta narcolancha frente a las costas de Venezuela, el presidente estadounidense, Donald Trump, ha ordenado nuevas operaciones militares poco ortodoxas en la región como parte de su guerra contra los cárteles de la droga.
En Brasil, la elección de un gobierno de centroderecha ha aliviado la polarización corrosiva entre Luiz Inácio Lula da Silva y Jair Bolsonaro. Colombia y Chile se han inclinado hacia la derecha tras celebrar elecciones.
México sigue siendo el buque insignia de la izquierda, pero bajo el liderazgo pragmático de Claudia Sheinbaum, la cooperación con Washington ahora abarca la migración, la seguridad y el comercio. Tras meses de duras negociaciones con la Casa Blanca de Trump, se ha establecido un nuevo pacto comercial norteamericano.
¿Dramático? Por supuesto.
¿Improbable? Sí, las probabilidades de que todo esto se desarrolle al mismo tiempo son escasas.
¿Imposible? Para nada.
No apostaría porque todo esto se cumpla, pero en el turbulento mundo actual, tampoco lo descartaría. Los despliegues militares históricos de EE.UU., la represión de la delincuencia transnacional y la migración, los aranceles y la intensificación de las rivalidades geopolíticas están empujando a América Latina a aguas desconocidas.
Además, siete países se enfrentan a elecciones presidenciales que podrían redibujar el mapa, en un contexto de violencia política, inseguridad y profunda desconfianza en las instituciones democráticas. Eso me lleva a una apuesta segura: dentro de 15 meses, América Latina será muy diferente. Se avecina un reajuste estratégico en la región, y será difícil evitarlo.
En el centro de estas tensiones se encuentra el giro de línea dura de Trump hacia la región: después de zigzaguear entre sanciones y negociación en Venezuela, su despliegue de aviones de combate F-35 y más de 4,000 marineros y marines en el mar del Caribe Sur —el mayor despliegue naval estadounidense desde la invasión de Panamá en 1989— cambia las reglas del juego.
Coincide con los informes de un cambio del Pentágono en sus prioridades militares: defender el hemisferio occidental y combatir los cárteles que amenazan a EE.UU. a nivel nacional ahora es más importante que disuadir a China.
Aunque dudo que Trump esté considerando seriamente una invasión de Venezuela, que posee las mayores reservas de petróleo del mundo, la posibilidad de una acción armada contra los gánsteres de Caracas es real.
Las artimañas militares características de Trump ya están sacudiendo al régimen y a sus compinches, y la escalada es siempre un riesgo cuando se enfrentan líderes impulsivos.
Las repercusiones en toda América Latina son profundas. La descripción que hace Trump del régimen de Maduro como el epicentro del narcotráfico regional puede ser exagerada —los capos de la droga de México, Colombia y Ecuador no estarían de acuerdo—, pero, no obstante, subraya la incapacidad de la región para forjar su propia solución.
¿Recuerdan el intento infructuoso de Brasil, Colombia y México, todos ellos liderados por mandatarios de izquierda que simpatizaban con el régimen, de mediar en una transición después de que Maduro robara las elecciones presidenciales del año pasado?
Ahora Trump está de vuelta con una agenda mucho más intervencionista que incluye la intervención militar, designando a los narcotraficantes como terroristas que merecen una respuesta armada contundente, y algunos gobiernos regionales incluso están dispuestos a aceptarla, tácita o explícitamente.
Como señala James Bosworth en World Politics Review, el uso de la fuerza contra las bandas criminales ayuda a ganar elecciones en lo que se puede llamar “populismo de seguridad”.
Por supuesto, muchos aplaudirían con razón que Maduro o los gobernantes de Cuba rindieran finalmente cuentas por sus crímenes. Pero la estrategia de Washington de dividir a América Latina en amigos y enemigos según sus preferencias ideológicas, así como de ejercer el poder militar sin tener en cuenta las normas internacionales, también conlleva graves riesgos.
Tomemos el caso más flagrante: la injerencia de Trump en las decisiones del Tribunal Supremo de Brasil y en el proceso político del país. Imponer aranceles a un aliado democrático o revocar los visados de sus jueces simplemente porque a la Casa Blanca no le gusta una sentencia judicial socava cualquier pretensión de liderazgo regional por parte de EE.UU.
El resultado es una división perjudicial. Algunos gobiernos tratarán de mantener contento a Washington a toda costa, lo que podríamos llamar una alineación forzada. Otros se cubrirán las espaldas, aprovechando el siempre presente sentimiento antiamericano para obtener beneficios políticos internos, o recurriendo a socios alternativos, como está haciendo Lula en Brasil con su adhesión al BRICS.
Si la democracia y el Estado de derecho ya no son condiciones sine qua non para obtener el favor de EE.UU., uno de los principales argumentos de Washington contra el estrechamiento de los lazos con China se derrumba. Pekín, aunque se mueva con más discreción a medida que EE.UU. recupera el control sobre su “esfera de influencia”, seguirá ofreciendo tentadores incentivos comerciales y económicos.
El renovado impulso para concluir finalmente los pactos comerciales entre Mercosur y la Unión Europea y entre México y la UE, o el acercamiento de Canadá a Mercosur, sigue la misma lógica. Washington no puede tenerlo todo: imponer aranceles, amenazar con acciones militares y exigir que se imite su política de represión migratoria, al tiempo que espera que sus socios no busquen alternativas más favorables. La esperada “descertificación” de Colombia como socio en la lucha contra los narcóticos por parte de EE.UU. en los próximos días probablemente sea un ejemplo de esta dicotomía.
El próximo reinicio de América Latina también estará impulsado por su apretado calendario electoral, que culminará con las decisivas elecciones generales de Brasil en octubre de 2026, después de que Chile, Perú y Colombia hayan elegido nuevos líderes.
Los candidatos de derecha pueden salir ganando, ya que la inseguridad domina las preocupaciones públicas y los candidatos de izquierda en el poder tienen dificultades. Pero aún quedan partidos por jugar.
Si la historia nos ha enseñado algo, más recientemente en Bolivia, es que los outsiders disruptivos aún pueden dar un vuelco a las expectativas. El asesinato de Miguel Uribe en Colombia a principios de este año es otro sombrío recordatorio de que la violencia política puede alterar abruptamente la trayectoria de una nación.
Curiosamente, las economías de América Latina siguen relativamente aisladas de esta turbulencia política. Si bien la gobernanza ha sufrido repetidos golpes, los sistemas financieros, los mercados y el entorno empresarial de la región siguen siendo en general sólidos, en algunos aspectos incluso más resistentes que en los países desarrollados. El crecimiento no es espectacular, pero se prevé que el PIB siga creciendo un 2,2% este año, ligeramente por encima de la previsión del Fondo Monetario Internacional de abril, y que se acelere en 2026. Los fundamentos —una población joven, la proximidad geográfica a EE.UU. y la abundancia de energía, minerales y alimentos— siguen siendo un argumento sólido a favor del desarrollo.
Por eso, el sector privado debería utilizar su voz con más fuerza para influir en los acontecimientos de la región, especialmente para ayudar a gestionar las relaciones con las grandes potencias. Las empresas y los grupos empresariales tienen un papel que desempeñar, junto con los gobiernos, en la elaboración de respuestas a los numerosos retos estratégicos de América Latina, desde la integración comercial regional y la deslocalización cercana hasta la formación de la mano de obra y el progreso social.
A riesgo de parecer un consultor de riesgo país: la región se encuentra en la cúspide de un cambio dramático. Y nadie podrá decir que no lo vimos venir.
Por Juan Pablo Spinetto