La situación era dramática: si el gobierno de Bolivia no ayudaba a la industria aeronáutica a hacer frente a las demandas urgentes de pago en dólares de los proveedores, el país sin salida al mar podría quedarse sin vuelos y aislado.
Era el último acontecimiento sombrío en la debacle financiera de la nación: una crisis de balanza de pagos a la vieja usanza desencadenada por la falta de reservas internacionales para defender un tipo de cambio fijado al dólar estadounidense desde 2011.
Con las reservas de divisas en aproximadamente una décima parte del máximo de US$ 15,000 millones en 2014, el gobierno del presidente Luis Arce está atesorando cada billete de dólar y cada gramo de oro, deprimiendo la actividad, provocando escasez de combustible y avivando el malestar social, todo en nombre de evitar la devaluación de una insostenible paridad de 6.9 bolivianos por dólar.
La inflación anual se disparó hasta casi el 8% en octubre, la más alta desde la implementación de la paridad. La falta de dólares dio lugar a tipos de cambio paralelos, a una febril especulación monetaria y a proveedores que exigían pagos en moneda dura, lo que equivale a una dolarización informal de la economía.
Arce ha intentado contener el colapso revirtiendo la perjudicial caída de la producción de hidrocarburos, otorgando incentivos a las empresas extranjeras de petróleo y gas y liberalizando el mercado de combustibles la semana pasada en un intento por mitigar la escasez de gasolina. Aunque estas medidas van por el camino correcto, son insuficientes y llegan demasiado tarde: estos desequilibrios se vienen gestando en Bolivia desde hace años, fruto de la mala praxis política durante la era dorada del gobierno socialista de Evo Morales entre 2006 y 2019, cuando Arce era su zar económico.
Un gobierno con un enfoque más sensato habría controlado el gasto e invertido en asegurarse de que la bonanza del gas natural del país siguiera pagando las cuentas durante las próximas décadas (para una crónica detallada de lo que salió mal en Bolivia, lea aquí a mis colegas Peter Millard y Sergio Mendoza).
Esa estrategia gradual ya no es posible: lo que Bolivia necesita hoy desesperadamente es un enorme ajuste fiscal, una devaluación de su moneda y la refinanciación de su deuda externa con el apoyo del Fondo Monetario Internacional. Hacer eso puede ser un suicidio político para el gobierno socialista. Pero cuanto más espere Arce, mayor será el costo que estas medidas impondrán a los bolivianos.
Con elecciones en agosto, Arce espera conservar la oportunidad de se reelegido. Puede que espere contar con la ayuda de aliados geopolíticos como el presidente chino, Xi Jinping, con quien se reunió esta semana en Río de Janeiro. Pero su guerra fratricida con Morales por el liderazgo del partido gobernante MAS, que incluye golpes de Estado e intentos de asesinato reales o simulados, tiene al país contra las cuerdas. Evo, que a pesar de una prohibición judicial está decidido a postularse de nuevo a la presidencia el año que viene, ha desatado un frenesí entre sus seguidores, que el mes pasado ocuparon instalaciones militares.
Los inversionistas en renta fija se han mantenido extrañamente tranquilos, y los bonos bolivianos han subido en los últimos meses gracias a medidas más favorables a las empresas del gobierno. Es solo una ilusión: Débora Reyna García, que cubre Bolivia para Oxford Economics, dice que la devaluación es solo cuestión de tiempo y podría ocurrir a fines de 2025 o principios de 2026.
“Simplemente no lo vemos antes de las elecciones porque los costos políticos y sociales son demasiado grandes”, me dijo. “Algo que mantiene tranquilos a los inversionistas es que Bolivia no tiene mucha deuda y sus mayores vencimientos están programados para el segundo semestre de 2026″.
Por inevitable que parezca ese destino, es un final triste para la inusual combinación de populismo y fortaleza económica que caracterizó a Bolivia durante el superciclo de las materias primas: el país más pobre del continente creció en promedio un 5% anual durante más de una década, eliminando la inflación, reduciendo significativamente la pobreza y aumentando los ingresos. Pero los días en que Morales encandilaba a los líderes mundiales y a la prensa con su suéter a rayas y su estilo campechano han quedado atrás.
Algunos dirán que las raíces socialistas del proyecto del excocalero siempre contuvieron las semillas de su propia desaparición. Tal vez. Sigo pensando que el camino no estaba predeterminado, y que las malas decisiones políticas importan: la adicción de Morales al poder, su gasto descuidado y su alergia a las inversiones privadas son grandes razones del complejo presente del país.
Lo curioso en el caso de Bolivia es que, a pesar del evidente colapso del experimento socialista, no ha surgido ningún líder de la oposición que saque provecho del descalabro político. Siguen desacreditados a los ojos de la mayoría indígena del país y temerosos de la mano dura con la que el régimen actual trata a los opositores.
Pero eso puede cambiar: como demostró recientemente el caso de Javier Milei en Argentina, cuando la economía llega a un punto de no retorno, solo una persona ajena a ella puede perturbar el orden establecido y realizar los drásticos cambios políticos necesarios; es improbable que los mismos dirigentes que crearon los problemas los resuelvan.
Dicho esto, no hay que descartar un giro más autoritario a la venezolana, que se sumaría a la lista de agujeros negros de América Latina. A pesar de su impopularidad y de las causas judiciales, Morales parece decidido a volver al poder: las acusaciones en su contra, incluidas las de estupro y tráfico de personas, que él niega rotundamente, sugieren que no tiene muchas alternativas si quiere evitar el riesgo de ir a la cárcel.
Como alguien que vivió el colapso de la paridad de la moneda argentina en 2001, puedo decir que una devaluación caótica golpea a la sociedad y a la política de forma impredecible y duradera. Esperemos que en Bolivia las consecuencias sean para mejor.
Por Juan Pablo Spinetto
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