La pandemia del COVID-19 ha demostrado la amplitud y el impacto de la desinformación en la sociedad, explica Sebastian Dieguez, investigador en neurociencias de la Universidad de Friburgo (Suiza), y coautor del libro en francés “Le complotisme”.
¿Cuál es su balance de estos dos años de desinformación masiva?
“Por primera vez nos enfrentamos a las insuficiencias del modelo estrictamente informativo. Es algo que ya sabíamos con el clima: no basta con proporcionar datos o divulgar la ciencia para convencer o incluso ayudar a comprender lo que está pasando.
Con el COVID-19 se ha vuelto algo evidente. Al principio nadie sabía qué estaba pasando, la ciencia se fue construyendo progresivamente, entre incertidumbre y dudas.
Paralelamente, la gente iba creando sus propios sistemas de conocimiento, a veces a partir de la desinformación de las redes o de rumores, a veces a partir de puras invenciones, esquemas que la gente se construye sobre lo que es la enfermedad.
La desinformación no es solamente un obstáculo se fabrica día a día, es rápida y oportunista y ahora ya es evidente que proviene de la ideología más que de la credulidad. Es algo dinámico, activo, la gente le dedica tiempo.
Es un punto muy importante que debería orientar a los científicos, las autoridades, los periodistas: no son simples tonterías sino verdaderos proyectos de naturaleza política.
Por supuesto, hay que corregir la información falsa pero hay que entender que hay una parte de consumidores de la desinformación que la aprueban no porque sea falsa, sino precisamente a causa de ello, porque es desmentida por las autoridades, rechazada”.
¿Cuál es entonces el impacto social?
“Los que la consumen ejercen una influencia sobre el mundo real. Pueden influir en la toma de decisiones, las autoridades van a intentar no enfadarlos, para que no haya reacciones, manifestaciones...
La desinformación tiene un impacto a causa de la presión de una franja muy minoritaria pero muy ruidosa.
La gente se ve además obligada a elegir su campo: el concepto de desinformación y de complotismo ha penetrado en las familias, desgarra las amistades, los grupos sociales. Es necesario reparar los desastres que ha causado la desinformación.
¿Estamos mejor armados para combatirla?
“Desgraciadamente, no. Pero quizás ya podamos sacar una primera lección: si queremos que triunfe la ciencia, no hay que olvidar las ciencias humanas.
Hay que comprender cómo funciona esta desinformación, cómo circula. Y hacerlo junto a los epidemiologistas, los climatólogos, que no consiguen imponer su mensaje.
La desinformación abusa de todos los nuevos medios de comunicación, las redes sociales. Pero son cosas que se pueden rebatir. También existe el ‘fact-checking’, el periodismo en general. Y la legislación, que debe adaptarse”.