Por Sarah Green Carmichael
El juicio se ha vuelto una parte importante de la pandemia de COVID-19. Se sabe que algunas personas (también algunas organizaciones), en su intento por evitar las críticas, han llegado a colocar cubrebocas por medio de photoshop en los rostros en sus publicaciones en redes sociales.
Otros, que buscan criticar, han destruido grupos de chat que alguna vez fueran amistosos evidenciando invitaciones “cuestionables” por no ir acorde con las restricciones impuestas para el virus. Los vecinos de Heidi Cruz, la esposa del senador Ted Cruz, son solo el ejemplo más destacado.
Quienes han estado encerrados durante meses no soportan ver las selfies de sus amigos desde el interior de bares, restaurantes y aviones. Amistades han terminado por discusiones sobre qué tan seguro es asistir a una protesta o ir a una cita. Y no son solo los que portan doble cubrebocas los que condenan a los “covidiotas” que no usan ni una. También lo hacen aquellos que ponen los ojos en blanco ante cualquiera que siga limpiando sus compras del supermercado.
Incluso las vacunas, que deberían ser motivo de celebración, se han convertido en una fuente de tensión, magnificada por las distinciones en los criterios de elegibilidad: fumadores versus maestros, diabéticos versus recolectores de basura. Cuando observo el calendario de vacunación de mi estado, parece que me clasifico después de “trabajadores de puertos y terminales de envío”, pero antes de “trabajadores de la industria de bebidas embotelladas”. De alguna manera, se siente como un comentario directo sobre mi valía.
Así que, junto con la ansiedad, el confinamiento y el aislamiento, hemos sufrido 12 meses de resentimiento por ver las fotos de viajes de otras personas en Instagram y sus espaciosas oficinas en casa a través de Zoom. Doce meses de conversaciones tensas con amigos y familiares sobre si ir al supermercado significa que has salido de la cuarentena. Existe toda una categoría de memes de internet dedicada a las personas que usan sus cubrebocas debajo de la nariz.
La acritud es comprensible. Emitir juicios probablemente tuvo una función evolutiva útil en los días en que los humanos huían de los tigres dientes de sable, dice Tasha Eurich, psicóloga organizacional. Los humanos sobrevivían solo con la ayuda de los demás, y era útil tener una idea de lo que estaba bien y lo que estaba mal para el grupo. La pandemia nos ha regresado a un mundo en el que lo colectivo ocupa un lugar preponderante: con una enfermedad mortal en el aire, las decisiones de cada uno afectan la salud de los otros.
Al mismo tiempo, las autoridades locales a menudo han dejado que las personas tomen sus propias decisiones sobre qué representa un riesgo y qué no. Esto crea un caldo de cultivo perfecto para la censura, que probablemente empeore a medida que los estados vayan eliminando las restricciones por el COVID.
La indignación tiene una cualidad adictiva, dice Eurich. Pero toda esta mirada de soslayo es agotadora. “Existe un vínculo empírico entre ser demasiado crítico y la cantidad de estrés que estamos sintiendo”, señaló. Ponerse nervioso por el comportamiento de otras personas “es como beber veneno y esperar a que el otro muera”.
Si avergonzar al otro es tan costoso para uno mismo, ¿por qué lo seguimos haciendo? Eurich dice que es psicológicamente más fácil decidir que fulano de tal es una mala persona que aceptar la idea disonante de que una buena persona podría tomar una “mala” elección.
La vergüenza también ofrece una ilusión de control. “Fue a un bar, así que, por supuesto, se contagió de COVID” es una forma de mantenerse alejado de la situación de otra persona, y esperar que nuestras propias decisiones nos protejan. Funciona como un escudo ante reconocer el poco control que realmente tenemos sobre un mundo caótico, indiferente y, a veces, peligroso.
La pandemia ha minado nuestro bienestar mental. Se mire como se mire, las tasas de ansiedad y depresión están aumentando. Y juzgar nos está agotando aún más.
También está socavando la salud pública. Sí, las normas sobre comportamientos, como el de usar cubrebocas, pueden ser buenas. Pero si las personas saben que serán juzgadas por dar positivo, evitarán hacerse la prueba. Asociar el contagio de COVID con ser irresponsable empuja a las personas a mentir a los rastreadores de contacto, a los miembros del hogar (“Sí, por supuesto que usé cubrebocas todo el tiempo”) incluso a quienes evalúan los síntomas.
A principios de la pandemia de COVID-19, los historiadores notaron que después de que la gripe de 1918 enfrentó al vecino temeroso contra el vecino temeroso, la gente que había vivido esa época realmente no quería hablar de eso. Empiezo a entender por qué.
Eurich dice que en este momento tan complicado, lo ideal sería mostrar algo de compasión por los demás, y por nosotros mismos. “El perdón es un superpoder. De hecho, nos ayuda a funcionar de la mejor manera posible”, dice. “La empatía es el antídoto que nos permite reflexionar sobre las elecciones de otras personas”.
Sin embargo, admite que algunas personas podrían encontrar esa actitud demasiado ambiciosa. Para ellos, el enfoque contrario podría resultar mucho más sencillo. Por ejemplo: la próxima vez que alguien tome una decisión imprudente, tomaré yo la decisión de juzgarlo como una mala persona. Mi juicio, entonces, reducirá la ira, y después de 12 meses en pandemia, esa indiferencia me proporcionará un cierto alivio.
A medida que seguimos en esto, el segundo enfoque no es mi favorito. Sin embargo, en medio de tanto caos, un lapsus de indiferencia no suena nada mal.