Celso Fantinel toma una mazorca, arranca un grano de maíz blanco y lo muerde. “En 10 días ya podemos cosechar”, dice este agricultor que cultiva el principal ingrediente de la arepa, un alimento que nunca falta en la mesa del venezolano.
La plantación de Fantinel se pierde de vista. Son 600 hectáreas de las 200,000 que lograron sembrarse en todo el país en el 2021.
El total es casi 30% más que el año anterior, pero insuficiente para satisfacer la demanda de la industria para fabricar la harina con la que se prepara esta tradicional masa redonda asada o frita, lo que obliga a importar maíz, principalmente de México.
Solo este año, 70% del maíz blanco usado en la manufactura de harina fue importado y el resto nacional. Las proyecciones para el ciclo 2021-2022 son más favorables con 50% de importación y 50% de producto local.
“Logramos parar la caída”, explica este productor de 58 años, en medio de los maizales de su finca “El Loro”, en Taguay, Aragua, a unos 170 km al sur de Caracas.
En su finca Fantinel ha sembrado superficies mayores, de hasta 1,000 hectáreas de maíz. Pero también mucho menos por la crisis.
Este sector ha sido duramente golpeado por la inseguridad, la falta de combustible, la hiperinflación que dispara los costos de producción y limita el crédito, además de un monopolio estatal para la venta de insumos, que terminó colapsando entre la corrupción y el contrabando.
Ya van 14 años que el agro venezolano no puede satisfacer la demanda total de maíz blanco.
“Si tuviésemos financiamiento, la seguridad de tener los insumos y comenzáramos a producir semillas y (con) algunos agroquímicos aquí en Venezuela, en cinco años abastecemos el 100% del maíz blanco y buena parte del maíz amarillo”, insiste Fantinel, que preside la asociación de productores agropecuarios (Fedeagro).
“Realmente no es fácil producir en Venezuela”, lanza mientras toma otra mazorca, sembrada con 20 días de retraso, que terminó llena de gusanos. “¡Mírame esto, ni grano tienen!”, fustiga antes de lanzarla al suelo.
Desayuno, almuerzo y cena
La arepa es el alimento por excelencia en Venezuela, un país de casi 30 millones de habitantes. En el desayuno, en la cena, para acompañar el almuerzo... una noche de parranda se cierra con una arepa con rellenos tan diversos como el queso blanco o la carne, pasando por frijoles o una mezcla de aguacate, pollo y mayonesa llamada “reina pepiada”.
La demanda es alta: la industria produce unas 62,000 toneladas mensuales de harina precocida de maíz para el mercado doméstico. Del total, 30,000 se fabrican en dos plantas del gigante privado Alimentos Polar.
Después de que recoja su cosecha, Fantinel llevará el maíz a una de las plantas en Turmero, a unos 150 km de su finca.
“Nuestro proceso está adecuado al maíz nacional”, explica José Francisco Bolívar, gerente de la planta de Turmero. “Históricamente hemos dado prioridad a la producción nacional porque somos una empresa nacional”.
Pero la realidad es que mientras se mantenga el déficit de maíz blanco, hay que importar. Y Polar ha pedido que se exonere el arancel de 15% a la compra de maíz en el extranjero “para evitar poner en riesgo la reposición de materia prima, afectar la cadena de suministro y perjudicar al consumidor final a través de mayores precios”, alertó Manuel Larrazábal, director de Alimentos Polar, en un comunicado reciente.
El gobierno venezolano ha impulsado una política de exoneración de impuestos a la importación de miles de productos, sobre todo intermedios y terminados, y la liberación de sus precios para paliar la escasez que azota a este país que transita su octavo año en recesión.
Pero los productores nacionales no ven con buenos ojos una exención del arancel, que sirve como una especie de seguro para sus materias primas al contener la importación.
“Precios competitivos”
Polar insiste en que impulsa una política de “precios competitivos” en la que paga al productor nacional el equivalente al precio CIF, que incluye costos de flete y seguros.
Ayuda también que la industria ha comenzado a pagar en dólares, moneda que impera en todas las transacciones del país ante la desvalorización crónica del bolívar local.
“Nos da un poquito más de calma, vemos en qué vamos a invertirlo, sin apuro”, señala Fantinel, que suma ya 40 años en esta actividad.
Pero se preocupa, porque se viene la próxima siembra, aún sin créditos y con la inflación al acecho. La superficie sembrada aumentó en parte porque sobraron insumos del 2020, año atípico por la pandemia.
Igual, la apuesta se mantiene. “Hay productores que se están metiendo la mano en el bolsillo para comprar los insumos para el año 2022 y todavía no le han comprado su cosecha”, alerta.