Haití, el país más pobre de América y con una historia plagada de violencia y convulsión política, se ha convertido en un gran lunar para la comunidad internacional, que ha fracasado repetidamente en sus intentos de estabilización después de que las potencias extranjeras complicaran durante décadas su progreso.
El asesinato del presidente Jovenel Moise vuelve a situar el foco sobre la nación caribeña tras unos años en los que el mundo casi parecía haber renunciado a buscar nuevas soluciones para un Estado que vive prácticamente en permanente crisis.
“¿Por dónde se empiezan a corregir décadas de inestabilidad?”, se pregunta el experto Thomas Weiss, profesor del Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY), que recuerda a Efe que, a pesar de haber dedicado mucha atención, la comunidad internacional nunca “ha resuelto realmente ninguna de las cuestiones básicas” en Haití.
Dificultades desde el inicio
La primera colonia de Latinoamérica y el Caribe en independizarse (1804), Haití sufrió desde su nacimiento el acoso extranjero, empezando por la desorbitada deuda que le exigió Francia para reconocer al nuevo país y que tardó más de un siglo en pagar.
La cantidad, que se estima en más de US$ 20,000 millones actuales, lastró sin remedio el desarrollo de la primera república negra del mundo, que gracias al trabajo de los esclavos se había convertido en una máquina de hacer dinero para París.
Sin embargo, ya independiente, Haití sufrió un importante boicot internacional por parte de las potencias que veían al país como una amenaza para sus sistemas esclavistas.
Los sucesivos Gobiernos haitianos, por su parte, nunca ayudaron, encadenando dictaduras, golpes de estado y magnicidios, que impidieron cualquier tipo de estabilidad política durante mucho tiempo.
En 1915, Estados Unidos, aprovechando una de esas crisis, intervino militarmente para proteger sus intereses económicos y geopolíticos y mantuvo ocupado el país hasta 1934, aunque luego se siguió guardando una fuerte influencia.
La segunda mitad del siglo XX estuvo dominada en Haití por el clan de los Duvalier, primero con Francois, conocido como “Papa Doc”, que estuvo en el poder desde 1957 a 1971 con una brutal dictadura, y luego por su hijo Jean Claude, “Baby Doc”, que le sucedió hasta 1986 y mantuvo un régimen marcado por la violencia.
Tras una serie de cortos Gobiernos provisionales, en 1990 Jean-Bertrand Aristide fue elegido como el primer presidente democrático del país, pero no tardó en ser derrocado por un golpe militar, al que siguieron años de represión que llevaron a miles de personas a huir a Estados Unidos.
Llegada de la ONU
Ahí arranca la era moderna de intervención internacional en Haití, cuando Estados Unidos, con el respaldo del Consejo de Seguridad de la ONU, lideró el envío de una fuerza con más de 20,000 efectivos al país para reponer a Aristide y supervisar la vuelta a la democracia.
A partir de entonces el futuro de Haití quedó estrechamente ligado a Naciones Unidas, que permaneció sobre el terreno con sucesivas misiones de paz, la más conocida de ellas la Minustah, creada en el 2004 tras un nuevo conflicto y la salida de Aristide, que había sido reelegido cuatro años antes.
Con miles de “cascos azules”, muchos latinoamericanos, la ONU buscó estabilizar de una vez por todas el país, pero la situación política continuó siendo extremadamente volátil y la pobreza generalizada.
En ese sentido, Weiss destaca que, a pesar de los distintos enfoques internacionales a lo largo de la historia -desde sanciones, a intervenciones militares pasando por fuerzas de paz y asistencia humanitaria-, el resultado “ha sido básicamente el mismo”, con un país marcado por la violencia y el mal Gobierno.
El cólera
Un devastador terremoto en el 2010 hundió nuevamente a Haití, dejando unos 300,000 muertos y 1.5 millones de afectados y, para colmo, las tropas de Naciones Unidas introdujeron en el país un brote de cólera que terminó por causar al menos 10,000 muertes y que dejó por los suelos la imagen de la organización entre los haitianos.
Más cuando durante años la organización se negó a reconocer cualquier responsabilidad, hasta que en el 2016 su entonces secretario general, Ban Ki-moon, pidió perdón por lo ocurrido, una vez garantizado que la inmunidad de las fuerzas internacionales salvaguardaba a la ONU de tener que pagar indemnizaciones.
A pesar de que la organización se comprometió a recabar apoyo para las víctimas, un informe hecho público el año pasado por expertos independientes de la ONU denunciaba que no ha habido ninguna compensación y que los proyectos de ayuda, con muy poca financiación, han sido prácticamente simbólicos.
“A pesar de buscar inicialmente US$ 400 millones para dos años, la ONU ha recabado únicamente US$ 20.5 millones en cerca de tres años y ha gastado unos patéticos US$ 3.2 millones. Esto es algo profundamente decepcionante tras la pérdida de 10,000 vidas”, señalaban.
Tras trece años, Naciones Unidas puso fin a la Minustah en el 2017, asegurando que el país estaba preparado para hacerse cargo de su propia situación.
Entonces, la que era su máxima responsable, Sandra Honoré, aseguraba que Haití era ya un país “muy diferente” y que poco tenía que ver con el lugar de “inestabilidad”, “violencia política generalizada” e impunidad “cotidiana” que la misión se había encontrado a su llegada.
A la Minustah la sucedió otra misión mucho más reducida, que se retiró finalmente en el 2019, ya con el país inmerso en otra profunda crisis política, con manifestaciones multitudinarias contra Moise, que derivaron a menudo en saqueos, violencia y muertes.
Esa salida significó un claro paso atrás en Haití por parte de la ONU, que hoy apenas tiene allí a 1,200 empleados, menos de 200 de ellos internacionales.