En la Amazonía brasileña, la gente está atrapada en un círculo vicioso en el que la deforestación engendra pobreza, y la pobreza engendra deforestación.
Ya ha desaparecido más de una quinta parte de la selva tropical del país. La agroindustria, los productores de soja y los ganaderos, que representan el sector económico más importante del país, encabezan la lista de culpables.
Esto ha dejado a los habitantes de la Amazonía en una situación precaria. De los 28 millones de brasileños de la región, unos 11.8 millones viven en la pobreza extrema. Muchos son agricultores de subsistencia que queman secciones de la selva para plantar cultivos con los que alimentar a sus familias. Carecen de dinero para fertilizantes, así que cuando se agota el suelo, siembran en otro lugar.
“Hablamos mucho de la emergencia climática, pero hay una emergencia social en el territorio amazónico”, afirma Tereza Campello, cuyas responsabilidades como directora socioambiental del BNDES, el banco nacional de desarrollo de Brasil, incluyen la supervisión del Fondo Amazonía. “No hay forma de mantener la selva en pie sin ingresos, empleo decente y buenas condiciones de vida para los millones y millones de brasileños que viven en la Amazonía”.
El Fondo Amazonía encabeza los esfuerzos de Brasil por promover microeconomías sostenibles que no dañen la selva. Los cerca de 4,000 millones de reales (US$ 710 millones) que tiene en sus arcas incluyen aportes de Noruega, Alemania, Japón, Reino Unido y Estados Unidos.
El fondo también es clave para las elevadas ambiciones del gobierno brasileño de acabar con la deforestación para 2030 y también para las aspiraciones del presidente Luiz Inácio Lula da Silva de que Brasil recupere un papel de liderazgo en las negociaciones sobre el clima.
Sin embargo, el destino del fondo depende de la voluntad política. Lula lo implementó durante su primer mandato, en 2008. Pero los donantes extranjeros suspendieron las contribuciones en 2019 cuando el sucesor de Lula, Jair Bolsonaro, estaba en el cargo, después de que su administración socavara los esfuerzos de conservación. Lula restableció el fondo poco después de volver a la presidencia en enero de 2023.
Aunque el gasto en programas apoyados por el fondo se ha disparado, los críticos dicen que la escala de sus esfuerzos se queda corta para abordar la crisis social de la Amazonía.
Con la ayuda del Fondo Amazonía, la palmera babasú de la región se está convirtiendo en una alternativa viable a las actividades destructivas. Incluso en un país que cuenta con el mayor número de especies de árboles del mundo, la palmera babasú destaca tanto por su resistencia como por su utilidad. Prospera en las densas y espesas zonas boscosas de la Amazonía brasileña, pero se desarrolla igualmente bien en zonas despobladas.
Todas las partes del árbol son valiosas: sus frondas, u hojas, se pueden tejer para hacer techos de paja y esteras; las nueces contienen un aceite comestible y también se pueden moler para hacer harina; las cáscaras vacías se convierten en carbón para cocinar. La recolección de la nuez de babasú ha sido durante mucho tiempo un negocio secundario para los agricultores de subsistencia de Maranhão, uno de los nueve estados brasileños que conforman lo que se conoce como la Amazonía Legal.
“Los árboles de babasú desempeñan un papel social, medioambiental y económico clave en Maranhão”, afirma Agenor Nepomuceno, portavoz de Assema, una organización no gubernamental que gestiona algunos de los proyectos del fondo en la región. “Hay más pobreza en las comunidades donde hay menos árboles, donde se talaron extensamente los bosques de babasú”.
Cada mañana temprano, miles de habitantes de Lago do Junco, un municipio rural de Maranhão, se dirigen al bosque para recoger las nueces que han caído de las palmeras de babasú, que tienen unos 30 metros de altura. Mientras trabajan, algunas mujeres entonan una canción quejumbrosa que se remonta a la época en que la zona albergaba asentamientos de esclavos africanos fugitivos: “Nadie oye mi grito / No conocen mi opresión, escondida aquí en el bosque, hambrienta, rompiendo cocos / Me escondo entre los árboles, hambrienta, rompiendo cocos”.
Dora de Matos Teixeira se pasa el día partiendo las nueces que su hijo Ismael, de 18 años, trae a casa en burro. Una quebradeira de coco veterana como ella —empezó a los 10 años— puede ganar unos US$ 5 al día si trabaja con tesón, colocando el fruto sobre una afilada punta de metal y golpeándolo después con un mazo de madera para separar el grano de la cáscara. “Es muy agotador”, sostiene. “Me duele la espalda”. Aun así, el trabajo le permitió ganar suficiente dinero para criar a dos hijos.
Maranhão, el más densamente poblado de los estados de la Amazonía, ha perdido más de tres cuartas partes de su cubierta forestal original. No por casualidad, tiene algunos de los peores indicadores sociales de todo el país. Casi el 58% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, casi el doble que en todo el país, según un informe publicado en 2023 por el Centro de Emprendimiento de la Amazonía y el Instituto de Personas y Medio Ambiente de la Amazonía (Imazon), dos ONG brasileñas.
Según una investigación de Imazon, en toda la región amazónica, los municipios con altos niveles de deforestación presentan mayores déficits sociales. En otras palabras, la degradación ambiental y la degradación económica están inextricablemente unidas. Menos de la mitad de los hogares de Maranhão disponen de saneamiento adecuado, y cerca de un tercio de los niños no llegan a la escuela secundaria.
La economía del babasú de Lago do Junco se acelera cuando se acercan fiestas como el Carnaval. Los habitantes llevan bolsas de nueces a las tiendas de comestibles y las cambian por leche condensada, pasta y bebidas. Desde allí, se transportan a una planta procesadora cercana, donde se trituran los granos para hacer aceite. La mayor parte de la producción de la planta se destina a jabones y lociones corporales. Entre sus clientes figuran el conglomerado brasileño de belleza Natura & Co. y Body Shop, una cadena británica con presencia en decenas de países.
La red de ocho tiendas de comestibles y la fábrica son propiedad de COPPALJ, una cooperativa fundada en los años 90 que ha crecido hasta incluir a 248 familias. Una vez al año, la cooperativa reparte sus ganancias entre los socios, en proporción a la cantidad de nueces de babasú que cada uno haya aportado.
Antes los dividendos eran escasos, pero han crecido constantemente desde 2014. Fue entonces cuando la cooperativa recibió su primera subvención del Fondo Amazonía como parte de una inversión de 5 millones de reales del fondo para mejorar la cadena de suministro de babasú de la zona. El dinero sirvió para comprar nuevos equipos de extracción de aceite en la planta de procesamiento y añadir un pequeño laboratorio químico para certificar el producto como orgánico. Los ingresos anuales se duplicaron con creces en los cinco años siguientes, lo que permitió aumentar los pagos a los proveedores de nueces.
Ahora la cooperativa compra nueces a unos 1,000 proveedores locales a un precio de unos 4 reales el kilogramo. Es el triple de lo que se paga a los recolectores de las comunidades vecinas que no están vinculados a la cooperativa. “Antes de la cooperativa, nuestra vida era miserable”, comenta Conceição de Maria Alves, directora de COPPALJ y descendiente de una larga estirpe de recolectores de nuez de babasú. “Comíamos una sola vez al día, solo arroz”.
Durante el gobierno del expresidente Bolsonaro, Brasil se unió a más de 140 países en un pacto mundial para poner fin a la deforestación para 2030. Sin embargo, su administración eliminó las agencias gubernamentales responsables de proteger la mayor selva tropical del mundo, lo que permitió que florecieran actividades ilegales como el acaparamiento de tierras por parte de agricultores, la tala de árboles, la minería y el tráfico de drogas. El ritmo de deforestación alcanzó niveles récord durante los cuatro años de gobierno de Bolsonaro. Noruega y otros donantes extranjeros suspendieron sus contribuciones al Fondo Amazonía en protesta por su intento de revisar su gobernanza.
El objetivo inicial del fondo era crear una infraestructura para controlar y frenar la deforestación. Sin embargo, sus competencias se han ampliado enormemente en el último año para incluir un plan de acción de 318 millones de reales destinado a combatir actividades delictivas como la tala y la minería ilegales, el contrabando de oro y también el tráfico de animales en peligro de extinción. En lo que constituye una gran victoria para Lula, la deforestación se redujo a la mitad en 2023 con respecto al año anterior, alcanzando su nivel más bajo desde 2018.
El Fondo Amazonía ha aprobado unos 1,900 millones de reales en desembolsos desde que se reanudó el año pasado, un gran salto con respecto al promedio de 400 millones de reales anuales. Gran parte de este gasto se destina a programas diseñados para mejorar el bienestar de la que ha sido durante mucho tiempo una de las especies más olvidadas de la Amazonía: los humanos.
“Hay un cambio de percepción sobre cómo proteger la selva, ya que es necesario prestar atención también a la población de la región”, sostiene Celso Silva-Junior, investigador del Instituto de Investigación Medioambiental de la Amazonía y autor principal de un estudio de 2020 sobre la deforestación en Maranhão. “La selva es rentable, sobre todo cuando está en pie”, afirma.
Campello, del BNDES, dice que el énfasis más reciente en proyectos que proporcionan apoyo a los ingresos refleja la comprensión de que “la sostenibilidad solo puede ser real si se resuelve el aspecto social, porque de lo contrario es una solución a corto plazo”. Y añade: “Tienes comunidades que hoy, por falta de alternativas, acaban siendo reclutadas por el crimen organizado. No porque quieran deforestar o porque quieran contaminar los ríos, sino porque carecen de alternativa”.
En Maranhão, el fondo también apoya proyectos de reforestación en los que los agricultores reciben gratuitamente plantones de árboles frutales y madereros autóctonos de la Amazonía, así como herramientas y formación en técnicas de gestión de la tierra.
José Ramos Leitão, que vive en Bacabal, a unas dos horas en autobús de Lago do Junco, solía talar y quemar árboles para limpiar la tierra de cultivos con los que se mantenía a sí mismo y a su familia. Cuando el suelo se agotaba, destruía más bosque para crear otra parcela.
Con la ayuda del Fondo Amazonía, hace cinco años empezó a plantar árboles nativos: açaí, cacao, cupuaçu, mango y guanábana. A diferencia de sus cultivos anteriores, que había que replantar cada año, las arboledas dan menos trabajo. Y sus cosechas han crecido hasta el punto de que ahora tiene excedentes para vender.
A continuación planea empezar a producir pulpa de fruta en una fábrica cercana construida recientemente con ayuda del Fondo Amazonía. “Ahora me enfado cuando veo fuego”, dice Ramos Leitão, tumbado en el porche de su casa con su mujer. “Cuando muera, espero que mis hijos no vendan la propiedad, sino que vivan de ella”.
Según el Fondo Amazonía, las subvenciones para proyectos de producción sostenible como el de la cooperativa de recolectores de babasú benefician actualmente a más de 240,000 personas, lo que representa solo una pequeña parte de la población necesitada. Muchos miembros de las ONG del país afirman que la escala de las intervenciones del fondo no se corresponde con la magnitud de los problemas. También lamentan que el fondo —creado mediante un decreto ejecutivo— esté a merced de los caprichos presidenciales.
Tal vez la mayor limitación del Fondo Amazonía sea que se centra casi exclusivamente en proyectos en zonas rurales, mientras que cerca del 80% de la población amazónica vive en ciudades que luchan por mantenerse a la altura de la afluencia de recién llegados. Entre ellas está Belém, la capital del estado de Pará.
Belém, una metrópolis de relucientes rascacielos y edificios de la época colonial pintados en tonos pastel, fue elegida como sede de la edición del próximo año de la cumbre anual sobre el clima, la COP30. Aunque las autoridades se afanan en acicalar la ciudad para preparar el acontecimiento de noviembre de 2025, es poco probable que la campaña de aburguesamiento llegue a los barrios marginales que albergan a muchos de sus 1.3 millones de habitantes.
Uno de ellos es Hugo Ribeiro, que creció en un asentamiento en lo profundo de la selva tropical y se trasladó a Belém cuando cumplió 18 años, en busca de trabajo. Hoy él y su mujer hacen puré de açaí que Ribeiro reparte a los clientes en su moto. La pareja y su hija viven en una casa improvisada de ladrillo rojo situada junto a uno de los canales de la ciudad y propensa a las inundaciones. “Cuando llueve, tu casa se inunda, pierdes aparatos electrónicos, te preocupan los bichos y, con un niño pequeño, te preocupan las serpientes”, explica.
Belém está a la cabeza de las ciudades brasileñas en lo que los expertos llaman expansión urbana desordenada. La mitad de la población vive en infraviviendas. Según Trata Brasil, una ONG dedicada a la protección de los recursos hídricos, solo se depura el 3% de las aguas residuales. La tasa de homicidios, de 19.6 por 100,000 habitantes, es más de tres veces superior a la de la ciudad de São Paulo, capital económica de Brasil.
Beto Veríssimo, cofundador de Imazon, explica que la difícil situación de lugares como Belém se pierde en la conversación general sobre la difícil situación de la selva tropical. “Brasil tiene que mirar a la Amazonía de otra manera”, afirma. “Los problemas de las ciudades amazónicas se han olvidado, porque en la mente de la gente la población vive en la selva”.
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