Frente al aeropuerto, los soldados estadounidenses y franceses señalan a quienes podrán acceder a uno de los vuelos de evacuación: “él está con nosotros, él no...”. Los que logran pasar, podrán escapar de Kabul, cuenta Mohamed. Los demás, tendrán que quedarse.
Mohamed es uno de los cientos de afganos que fueron evacuados a Francia en los últimos días tras la toma de poder de los talibanes. Algunos de ellos contaron sus últimos momentos en Afganistán, marcados por el miedo, el alivio y la tristeza.
“Intenté entrar en la embajada (francesa) varias veces. Pero los talibanes me lo impedían. Uno de ellos me golpeó con su Kalashnikov. Estaba llorando en la calle cuando alguien en el lado francés me vio. Nos abrieron la puerta”, dice Maryam, devastada por haber sido separada de uno de sus hijos durante la evacuación.
Bajo seudónimo, por miedo a las represalias contra sus familiares, relataron las palizas e insultos que sufrieron, la huida desesperada de la capital afgana y el alivio que sintieron al llegar a Europa, teñido de una inmensa tristeza por dejar atrás su país y a algunos de sus seres queridos.
Jibran tuvo que dejar toda su vida atrás. El simple hecho de que trabajara como chófer para una empresa extranjera lo hacía sospechoso a los ojos de los talibanes, dice.
“Salí de Afganistán sólo con la ropa que llevaba puesta y con mi familia. Fui directamente del trabajo a la casa. Cerré la puerta con llave y nos fuimos” a la embajada de Francia, cuenta este cuarentón de barba negra.
En sus bolsillos llevaba siete pasaportes -- el suyo, el de su esposa y los de sus cinco hijos -- y 2,000 afgani (la moneda afgana), es decir, menos de 20 euros.
“Estamos empezando una nueva vida, pero desde cero”, admite en el hotel en el que se alojan todos cerca de París.
“Talibanes por todas partes”
Mushtaq y su esposa, embarazada de ocho meses, “nunca habían pensado” abandonar su país, pero con la llegada de los talibanes se sentían en peligro. Para huir, debían lograr primero llegar a la embajada de Francia, el país que les otorgó un visado.
“Los talibanes estaban por todas partes. Verificaban cada vehículo, cada bolsa”, cuenta Mushtaq. “Pensé que me iban a detener. Un comandante me gritaba: ‘¿Por qué vas a Francia?’”. Pero al final le dejaron pasar.
Masud logró huir con su esposa y cuatro hijos. Fotógrafo de prensa en Jalalabad, ciudad del este de Afganistán que ha sido objetivo de atentados de los talibanes y del Estado Islámico en los últimos años, se encontraba en Kabul cuando los talibanes entraron a la ciudad.
Su familia se subió de inmediato a un coche y lograron reunirse con él en la embajada. Huyeron lo más rápido posible, sin una sola maleta y sin un solo pañal de cambio para su bebé de dos meses y medio.
Cinco kilómetros en tres horas
Todos fueron llevados al aeropuerto por la noche, bajo escolta francesa. Un viaje que no estuvo exento de sobresaltos.
Los “cinco kilómetros” que separan ambos lugares parecieron “larguísimos” al jefe de la unidad de élite de la policía francesa que escoltaba el convoy, a pesar de las “negociaciones” previas entre las autoridades francesas y los talibanes.
En total, el viaje duró casi tres horas ya que los insurgentes detuvieron el convoy. “Tenía miedo de que nos atacaran. Había mucha tensión entre los pasajeros”, cuenta Masud.
Shahzaib Wahla, un periodista paquistaní evacuado con ellos creyó que había llegado su hora. Una multitud se agolpó cerca de su autobús, algunos trataban de entrar por la fuerza, “un talibán disparó al aire” para dispersar a la muchedumbre “y luego apuntó con su arma al conductor”, antes de dejarlo ir.
Las mismas escenas se repitieron en el exterior del aeropuerto, donde se agolparon miles de afganos desesperados. Pero esta vez fueron los militares estadounidenses quienes dispararon al aire, dice Mohamed, técnico de una empresa extranjera que obtuvo un visado francés para él, su esposa y sus seis hijos.
“Cuando bajamos del autobús, algunas personas se mezclaron a nosotros, con la esperanza de entrar” al recinto a salvo de los talibanes. “Entonces los franceses empezaron a decir a los estadounidenses (que custodiaban la puerta), señalando a la gente: ‘ella está con nosotros; él no; él está con nosotros; ella no’”, cuenta.
“Cuando entramos al aeropuerto nos sentimos seguros”, dice Mohamed. Pero el alivio fue breve para algunos.
Maryam, con dos de sus hijos, busca al tercero, que debería haber entrado en la embajada con su tía antes que ella. En vano. Su marido, un alto funcionario afgano, se negó a ir con ellos por miedo a “ser asesinado en la calle” por los talibanes, dice.
“No tenía otra opción”
Pese al alivio de saber que están a salvo, la tristeza y la culpa se apoderaron de muchos de ellos durante el viaje.
Omar teme por sus padres, que dice que corren un gran peligro por su culpa. “Los talibanes ya habían venido a nuestra casa. Les dijeron: “Si no nos entregan a su hijo, los mataremos”.
Mohamed solloza, desgarrado por haber “abandonado” a su padre, su hermano y su hermana. “Pero no tenía otra opción”, suspira. “En 1996, cuando los talibanes llegaron al poder, me encarcelaron. No quiero eso para mis hijos”.
Maryam, por su parte, puede respirar. Su marido logró llevar a su hijo a Mazar-i-Sharif, una gran ciudad del norte fronteriza con Uzbekistán, porque tenía un visado para ese país. “Van de camino a Tashkent, la capital uzbeka. Pero ¿cuándo los volveré a ver?”, se pregunta.