A lo largo de gran parte de la historia, las personas LGBTQ se han sentido excluidas, amenazadas y estigmatizadas dentro de muchos espacios compartidos. Incluso hoy en día, simplemente expresar una inconformidad de género o no ocultar una atracción por personas del mismo sexo puede poner en peligro o en riesgo de ostracismo a cualquiera en casi cualquier lugar del mundo, ya sea en una calle pública o en un hogar hostil.
Como resultado, las personas LGBTQ han encontrado formas de crear sus propios espacios, lugares donde pueden conectarse y sentirse incluidas (aunque no siempre seguras), sin necesidad de autocontrolarse o reprimir su identidad.
Estos espacios incluyen bares y clubes, naturalmente, pero también teatros, parques, museos, archivos, casas privadas, librerías e incluso lugares tan inverosímiles como trenes o monumentos históricos durante determinadas estaciones o momentos del día. Una nueva recopilación reúne una amplia selección global de tales lugares, catalogando la gran variedad de espacios que las personas LGBTQ han creado para protegerse y potenciar la resiliencia de sus comunidades.
El libro “Queer Spaces: An Atlas of LGBTQIA+ Places and Stories” (Espacios queer: un atlas de lugares e historias LGBTQIA), editado por el artista y diseñador Adam Nathaniel Furman y el historiador de arte Joshua Mardell, ofrece información sobre la gran variedad de la geografía LGBTQ, que está llena de lo inesperado. Por ejemplo, nos enteramos que, históricamente, los lugares más seguros para que las personas LGBTQ se reúnan han estado bajo las narices de las autoridades.
En la Moscú soviética, uno de los lugares más populares para los hombres homosexuales era en realidad el baño del Museo Lenín, en parte porque recibía muy pocos visitantes entre semana. De hecho, los monumentos a Lenín se convirtieron en puntos de encuentro tan frecuentes para las personas LGBTQ soviéticas, dice el colaborador del libro Yevgeniy Fiks, que el líder bolchevique se ganó el apodo de “Abuela Lena” entre ellos.
Pasando a otros lugares, la antigua Catedral de Managua, en ruinas y abandonada, era como un imán para las minorías sexuales y de género de la ciudad durante las décadas de 1980 y 1990, al igual que la famosa y modernista heladería Coppelia de La Habana ubicada a la sombra de los ministerios del Gobierno de Cuba. A veces, las personas LGBTQ en realidad se sentían menos vigiladas en lo que podrían considerarse los puntos más centrales de una ciudad.
Las personas LGBTQ que interactúan en estos lugares también están participando en una reapropiación encubierta o subversión parcial del rol oficial de estos espacios, expresando un desafío y una resiliencia que brotan tanto consciente como inconscientemente. El hecho de que estos sitios en todo el mundo sean lugares recurrentes para conectar “no puede ser completa casualidad”, dijo Adam Nathaniel Furman a CityLab. “Porque si lo es, ¿por qué sucede una y otra vez en tantos contextos?”
Cuando los lugares públicos son inseguros o están restringidos, las personas que no encajan a menudo se recluyen, otro tema recurrente en el libro. Como señala, las personas LGBTQ a menudo han creado refugios donde, lejos de las miradas indiscretas, expresan su sensibilidad de manera estética, a menudo a través de alguna forma de exceso voluptuoso.
Los lujosos palacios construidos por Ludwig II de Baviera son quizás los ejemplos más famosos y extremos de estos tipos de espacios: en el Linderhof de estilo neorrococó, el solitario rey llevó su anhelo de privacidad a otro nivel. Instaló una mesa que se podía subir al comedor desde el piso de abajo, para evitar la presencia de empleados domésticos.
Pero como deja claro el libro, esta tendencia a crear esferas privadas nunca se limitó a la élite; es solo que la riqueza de sus creadores hizo que fueran más propensas a mantenerse y hacerse notar.
De hecho, hay muchos lugares listados en el libro que rompen con estos vínculos con la riqueza o la alta sociedad, incluidos pubs frecuentados por siderúrgicos británicos, o el llamado Dracula’s Den en Chiba, Japón, una casa similar a un hangar construida en la década de 1990 cuyo austero diseño aparentemente sin ventanas logra una sensación de otredad utilizando una estética cruda y minimalista.
Quizás inevitablemente, hay un trasfondo elegíaco en algunas entradas del Atlas, al catalogar a su manera bares, cafés y clubes que alguna vez fueron ejes vitales de la comunidad pero que ahora ya no existen. Pero como deja claro el libro, los espacios LGBTQ se extienden mucho más allá del mundo de la vida nocturna. Y en otras áreas, la variedad de tales espacios se está ampliando.
“La discusión actual sobre los cierres de los bares LGBTQ tiende, cuando se ve a escala global, a ser un fenómeno centrado en Nueva York o Londres”. dice Furman. “Pero mientras hay bares que están cerrando, también vemos la apertura de lugares como museos u hogares para personas LGBTQ sin techo, un problema enorme y que a menudo se pasa por alto”.
Los archivos para almacenar y conservar la memoria LGBTQ también están ganando terreno, un recurso vital para las comunidades donde la opresión y la pandemia del sida han dejado brechas trágicas en muchas generaciones.
El Archivo de la Memoria Trans de Argentina, por ejemplo, juega un papel vital en el respeto de la conmemoración y es un vínculo entre generaciones en un país donde, como señala el colaborador de Queer Spaces Facundo Revuelta en el libro, la salud de las mujeres trans es tan frágil que hay menos de 100 de ellas mayores de 55 años en todo el país.
Ciertamente, puede que algunos lugares de antaño estén desapareciendo, pero la creatividad de las personas LGBTQ en el desarrollo de sus propios espacios, y la marginación que hace que esa creatividad sea necesaria, sigue siendo latente.