Por Clara Ferreira Marques
Los inversionistas en la que ha sido durante mucho tiempo la economía más estable de América Latina deberían ajustarse el cinturón.
Es probable que la elección presidencial de este fin de semana en Chile conduzca a una segunda vuelta el próximo mes entre un candidato de extrema derecha que admira al general Augusto Pinochet y un candidato de izquierda que rememora a Salvador Allende, quien fuera derrocado por el dictador en 1973.
Mientras que los candidatos más moderados se van quedado en el camino, ese resultado ofrece a los votantes dos visiones radicalmente diferentes del futuro, en un país que aún se recupera del doble impacto perpetrado por las protestas del 2019 y la pandemia. Los votantes también elegirán parlamentarios, con lo que decidirán cuánto margen de maniobra le darán al nuevo líder. Nadie tiene un manual para enfrentar lo que se viene: una nueva Constitución ambiciosa destinada a calmar la ira popular no estará lista hasta bien entrado el 2022.
Chile, el mayor productor de cobre del mundo y un importante proveedor de litio, ha sido durante décadas un ejemplo de libre mercado y un refugio en una región turbulenta. Su sólida perspectiva macroeconómica y proempresarial ha atraído más inversión extranjera directa como porcentaje de la economía en general que sus pares regionales de mayor perfil como Brasil.
Tiene una alta calificación crediticia y uno de los niveles más bajos de deuda pública entre los miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. Su campaña de vacunación contra el COVID-19 ha sido un éxito y el Gobierno espera que la economía se expanda en más del 11% este año.
Pero el pasado no es necesariamente un prólogo cuando los votantes exigen un cambio, la política tradicional ha cedido el paso a la política centrípeta y un nuevo presidente y una nueva legislatura se harán cargo de un país sin tener claridad sobre las reglas a largo plazo.
Enfrentamientos, e incluso una parálisis, parecen inevitables en el corto plazo, cualquiera que sea el candidato que triunfe.
Si prevalece el ultraconservador José Antonio Kast, su promesa de reducir los impuestos corporativos y el gasto fiscal, fortaleciendo aún más las credenciales neoliberales del país, se enfrentará a una Cámara Baja que parece que estará dominada por una izquierda fragmentada. Los vagos planes para atraer capital privado a Codelco, el gigante estatal de cobre, ya han enfurecido a los sindicatos.
Mientras tanto, el exlíder estudiantil Gabriel Boric, respaldado por una coalición que incluye aliados comunistas, quiere aumentar el salario mínimo y los impuestos corporativos y reemplazar el actual sistema privado de pensiones, un pilar de los mercados de capitales de Chile. Su programa se asemeja más a un gran Estado al estilo europeo que al de Venezuela, pero aún es uno que puede tener dificultades para financiar o convencer a los inversionistas de sus bondades, y al que la derecha se resistirá ferozmente.
Ambos candidatos han adoptado un tono más moderado a medida que avanza la carrera presidencial. Otros, como la candidata demócrata cristiana, Yasna Provoste, aún pueden abrirse paso. Pero el ganador también tendrá que lidiar con una nueva Constitución que podría limitar los poderes presidenciales y, si se mantiene un precedente regional, es casi seguro que vendrá con una larga lista de garantías de derechos socioeconómicos potencialmente inasequibles.
La preocupación por el gasto, junto con la perspectiva de nuevos retiros de fondos del sistema de pensiones para aliviar las necesidades económicas de los hogares, ya ha ayudado a elevar los rendimientos de los bonos del Gobierno y ha arrastrado al peso a ser una de las monedas de mercados emergentes con peor desempeño.
Como señala Nikhil Sanghani de Capital Economics, es probable que la política fiscal se mantenga flexible cualquiera sea el resultado de la carrera presidencial, ya sea con el Estado más grande que propone Boric o, como se subestima, con los recortes de impuestos prometidos por Kast, que puede tener dificultades para cubrir los costos. Y eso es antes de considerar las demandas constitucionales.
El profundo neoliberalismo de Chile creó una desigualdad inaceptable que el actual sistema fiscal y de bienestar hacen muy poco por corregir. La economía al estilo de la escuela de Chicago trajo un crecimiento más rápido y ayudó a reducir la pobreza general, pero hizo menos milagros de los que se atribuye.
Más de la mitad de los hogares son económicamente vulnerables, en parte porque los trabajos con salarios más altos son escasos, lo que deja a gran parte de la clase media dependiente de alternativas precarias. La movilidad social se ha debilitado y el malestar con la calidad de la educación, las pensiones y la atención médica disponible es generalizado.
El descontento, el populismo y la política llevados al extremo no son exclusivos de Chile. El problema es que agregar a esa mezcla la creación de una nueva Constitución, redactada por un grupo en la que los independientes están fuertemente representados debido al repudio de los votantes a la política tradicional, no dará origen a la solución institucional que algunos esperan.
A pesar de los problemas con la iteración anterior, con sus raíces en un régimen autocrático, no está claro que los beneficios de comenzar de nuevo superen los riesgos de un período prolongado de inestabilidad.
En el corto plazo, llevará a Chile a lo que Patricio Navia, politólogo y profesor de la Universidad de Nueva York, me describió como un “valle de desesperación”. Escribir una nueva Carta Magna, como señala, tiene un alto costo, dado todo lo que el país podría perder.
Una vez redactada, por constituyentes elegidos por menos de la mitad del electorado de Chile, el documento deberá volver ser sometido a aprobación de la ciudadanía.
Nada de esta incertidumbre condena necesariamente a Chile a déficits estructurales permanentes, ni lo convierte en Argentina. Se necesita con urgencia un nuevo contrato social, los niveles de deuda del sector público aún son manejables y las raíces neoliberales del país son profundas.
Pero los riesgos en torno al gasto exigido constitucionalmente o incluso a un Estado más grande que desplaza la inversión privada que tanto se necesita son reales. Puede que el futuro de Chile no sea Venezuela, pero podría parecerse al de Colombia, agobiada por la deuda, o incluso al de Brasil: un poco menos milagroso.