Por Mark Buchanan
La epidemia mundial de obesidad empeora cada día, en particular entre los niños, con tasas de obesidad que aumentaron durante la última década y se ubican en edades más jóvenes. En Estados Unidos, aproximadamente el 40% de los estudiantes actuales de secundaria tenían sobrepeso cuando comenzaron la escuela secundaria. A nivel mundial, la incidencia de la obesidad se ha triplicado desde la década de 1970, y se prevé que 1,000 millones de personas sufran de obesidad para el 2030.
Las consecuencias son graves, ya que la obesidad está relacionada estrechamente con la presión arterial alta, la diabetes, las enfermedades cardíacas y otros problemas de salud severos. A pesar de la magnitud del problema, todavía no hay consenso sobre la causa, aunque los científicos reconocen muchos factores contribuyentes, como la genética, el estrés, los virus y los cambios en los hábitos del sueño.
Por supuesto, la popularidad de los alimentos muy procesados (con un alto contenido de azúcar, sal y grasa) también ha influido, especialmente en los países occidentales, donde la gente en promedio consume más calorías por día ahora que hace 50 años. Aun así, revisiones recientes de la ciencia concluyen que gran parte del enorme aumento de la obesidad a nivel mundial durante las últimas cuatro décadas sigue sin explicación.
Una nueva perspectiva entre los científicos es que uno de los principales componentes de la obesidad que se pasa por alto es casi con certeza nuestro entorno, en particular, la presencia generalizada de sustancias químicas que, incluso en dosis muy bajas, alteran el funcionamiento normal del metabolismo humano, afectando la capacidad del cuerpo de regular su ingesta y gasto de energía.
Algunas de estas sustancias químicas, conocidas como “obesógenos”, estimulan directamente la producción de tipos de células y tejidos grasos específicos asociados con la obesidad. Lamentablemente, estos productos químicos se utilizan en muchos de los productos más básicos de la vida moderna, incluidos envases de plástico, ropa y muebles, cosméticos, aditivos alimentarios, herbicidas y pesticidas.
Hace diez años, la idea de la obesidad inducida químicamente era una especie de hipótesis marginal, pero ya no.
”Los obesógenos son, sin duda, un factor que contribuye a la epidemia de obesidad”, me dijo por correo electrónico Bruce Blumberg, experto en obesidad y sustancias químicas disruptoras de endocrinas de la Universidad de California en Irvine. “La dificultad es determinar qué fracción de la obesidad está relacionada con la exposición química”.
Es importante destacar que investigaciones recientes demuestran que los obesógenos perjudican a las personas de formas que las pruebas tradicionales de toxicidad química no pueden detectar. En particular, las consecuencias de la exposición química pueden no aparecer durante la vida de un organismo expuesto, pero pueden transmitirse a través de los llamados mecanismos epigenéticos a la descendencia, incluso a varias generaciones de distancia.
Un ejemplo típico es el tributilestaño, o TBT, un químico utilizado en conservantes de madera, entre otras cosas. En experimentos que expusieron ratones a niveles bajos y supuestamente seguros de TBT, Blumberg y sus colegas encontraron una acumulación de grasa significativamente mayor en las próximas tres generaciones.
El TBT y otros obesógenos desencadenan tales efectos al interferir directamente con la bioquímica normal del sistema endocrino, que regula el almacenamiento y uso de energía, así como el comportamiento alimentario humano. Esta bioquímica depende de una amplia variedad de hormonas producidas en órganos como el tracto gastrointestinal, el páncreas y el hígado, así como de sustancias químicas en el cerebro capaces de alterar la sensación de hambre.
Los experimentos han demostrado que los ratones expuestos a sustancias químicas obesogénicas antes del nacimiento exhiben apetitos significativamente alterados más adelante en sus vidas y una propensión a la obesidad.
Ya se han identificado cerca de 1,000 obesógenos con tales efectos en estudios con animales o humanos. Incluyen el bisfenol A, un químico ampliamente utilizado en plásticos, y los ftalatos, agentes plastificantes utilizados en pinturas, medicamentos y cosméticos.
Otros incluyen parabenos que se usan como conservantes en alimentos y productos de papel, y sustancias químicas llamadas organoestaños que se usan como fungicidas. Otros obesógenos incluyen pesticidas y herbicidas, incluido el glifosato, que según un estudio reciente está presente en la orina de la mayoría de los estadounidenses.
Hay otro indicio de que estos químicos podrían estar detrás de la obesidad: estudios han hallado que la crisis de la obesidad también afecta a los gatos, perros y otros animales que están ahora en cercanía con los seres humanos. Incluso se ha observado un aumento significativo en la incidencia de la obesidad en roedores y primates de laboratorio, animales criados en condiciones estrictamente controladas de ingesta calórica y ejercicio. Los investigadores creen que los únicos factores posibles que impulsan el aumento de peso de estos animales serían cambios químicos sutiles en la naturaleza de los alimentos que comen o en los materiales utilizados para construir sus madrigueras.
Por lo tanto, es posible que sin darnos cuenta hayamos saturado nuestro entorno vital con sustancias químicas que afectan algunas de las reacciones bioquímicas más fundamentales que controlan el crecimiento y el desarrollo humanos. Es probable que la epidemia de obesidad persista o empeore, a menos que podamos encontrar formas de eliminar dichos químicos del medio ambiente, o al menos identificar las sustancias más problemáticas y reducir en gran medida la exposición humana a las mismas.
Como mínimo, requerirá una transformación en la forma en que hacemos pruebas sobre la toxicidad de los productos químicos, especialmente los muchos compuestos que son omnipresentes en nuestros alimentos, plásticos, pinturas, cosméticos y otros productos. Los descubrimientos en epigenética han cambiado profundamente la medicina y la ciencia biológica básica en los últimos 15 años, pero aún no han tenido mucho impacto en las prácticas predominantes para las pruebas de seguridad química. Los científicos presionan para lograr cambios, pero esto toma tiempo.
Con suerte, los métodos de prueba apropiados se adoptarán en los próximos años. De no ser el caso, es posible que se nos dificulte reducir de manera perceptible esta perniciosa epidemia.