Cuando los presidentes de Brasil y Argentina anunciaron en una cumbre regional en Buenos Aires que comenzarían a planificar una moneda común, casi se podían escuchar las risas desde el bajo Manhattan hasta la sede del Fondo Monetario Internacional en Washington.
“No está lejos del hecho que El Salvador haya adoptado el bitcóin”, dijo Kenneth Rogoff, quien se convirtió en economista jefe del FMI justo a tiempo para presenciar la macrodevaluación del peso argentino en 2001. Olivier Blanchard, quien ocupó el cargo unos años después, simplemente lo calificó de “descabellado”.
El ministro de Hacienda de Brasil, Fernando Haddad, rápidamente trató de reducir las expectativas al explicar que el “sur”, como se llamaría a la nueva moneda, sería solo un medio de pago común para transacciones comerciales y financieras, no un sustituto del peso argentino y del real brasileño; una unidad de valor para liberar las transacciones de las naciones sudamericanas de la hegemonía del dólar.
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No obstante, más allá del afán en Brasilia y Buenos Aires por manifestar la fraternidad ideológica de sus Gobiernos de izquierda en oposición a los dominantes países neoliberales ricos del norte, es difícil encontrarle sentido a otro intento ilusorio de unir economías que, después de múltiples intentos de integración, siguen estando inmensamente distanciadas.
Considere todo lo que ha sucedido desde que se creó el bloque comercial regional Mercosur hace casi 32 años.
Brasil y Argentina acabaron con la hiperinflación. Pero las monedas fuertes que utilizaron como herramienta antiinflacionaria finalmente colapsaron a principios de siglo. Sus economías se dispararon gracias a auge de los productos básicos en la década del 2000 y luego se hundieron una vez que la bonanza terminó.
Lo que no ha ocurrido es la esencia misma del Mercosur. El mercado común con arancel externo compartido concebido originalmente por Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay en 1991 nunca se materializó. Tampoco su sueño de coordinación de políticas económicas. Sus miembros ni siquiera comercian mucho entre sí. En 2021, solo el 11% de las exportaciones de los países del Mercosur se dirigieron a otras naciones del bloque.
No está claro cómo la nueva unidad de valor mejoraría eso. “¿En qué mundo facilitaría esto el comercio?”, preguntó Rogoff. “No veo qué problema resuelve esto”, observó Blanchard, tras la aclaración de Haddad. “Parece complicado e inútil”.
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“No alcanzará el nivel de unificación monetaria visto con el euro”, dijo Haddad a los periodistas en Buenos Aires. Pero un documento del que el ministro fue coautor el año pasado promovía un “proceso de unión monetaria en la región”, donde los miembros (el plan es ofrecer el sur a otros países vecinos) también podrían adoptar la moneda para uso doméstico.
Eso suena como un camino hacia la unificación monetaria.
Argentina, donde la inflación ronda el 100% anual, podría incluso ganar si vinculara su moneda a la de un vecino más estable, donde la inflación ronda el 5.8%. Pero para Brasil, donde el banco central ha tenido bastante éxito en contener los precios incluso en un entorno de alta inflación, sería una locura.
“En el pasado, Argentina probó todos los trucos creativos de política monetaria conocidos por el hombre e inventó algunos más”, dijo Rogoff. “Ninguno funcionó”.
Una moneda común que funcione requiere una política monetaria común, que a su vez exige una política fiscal coordinada. Pero, ¿cómo puede alguien coordinar la política fiscal con Argentina, donde el gasto crónico descontrolado de los estados y el Gobierno federal se financia en gran medida con la emisión de dinero? Y una vez que se analiza la situación más detenidamente, la moneda común es incluso una mala idea para Argentina.
La experiencia del euro ofrece una advertencia: incluso un proyecto cuidadoso con una lógica geopolítica histórica razonable y muchas décadas de preparación estuvo a punto de estallar cuando las economías más débiles con cuentas fiscales frágiles, como Grecia e Italia, casi se hundieron a consecuencia de la crisis financiera mundial.
Sin control sobre sus tipos de cambio o de interés, incapaces de convencer a Alemania de enviar dinero y ayudarlos a salir del agujero, se vieron obligados a contracciones masivas que derrocaron a los Gobiernos.
La lección es clara: la vinculación de economías dispares con reglas comunes rígidas que les prohíban seguir políticas independientes sobre el gasto o las tasas de interés fracasará cuando sus fortunas económicas, por no hablar de sus preferencias y restricciones políticas, diverjan.
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Dadas las trampas, los defensores del sur deben responder una pregunta básica: ¿Con qué fin? Sus respuestas, hasta ahora, no han sido geniales. La perspectiva de la integración regional ni siquiera necesita una moneda. Los socios del T-MEC compran el 23% de las exportaciones estadounidenses sin tal herramienta. Ochenta y cuatro por ciento de las exportaciones de México van a sus socios norteamericanos.
El artículo de Haddad del año pasado ofrece algunos razonamientos para justificar la idea: parte de una estrategia defensiva para un mundo de guerra económica.
Tener una moneda utilizada en el comercio y las finanzas mundiales da poder. Ese poder puede devastar a países inferiores en el orden jerárquico mundial. Europa y Estados Unidos usaron el suyo para castigar a Rusia por invadir a Ucrania, por ejemplo, expulsándola del sistema de mensajería SWIFT, que es utilizado por las instituciones financieras a nivel mundial para transmitir instrucciones para llevar a cabo decenas de millones de transacciones cada día.
Los países de América Latina se declararon insolventes cuando la Reserva Federal elevó las tasas de interés para sofocar la inflación de Estados Unidos en 1979, lo que desaceleró la economía mundial y elevó el costo del servicio de sus deudas denominadas en dólares.
¿Cómo puede un país mantener su soberanía si no controla la moneda de sus créditos y con la que realiza las transacciones comerciales, y por lo que podría terminar bajo el control de un plan de estabilización del FMI?
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La inquietud de Haddad no es irrazonable. La posibilidad de estar a la merced de las decisiones de la Fed puede ser aterradora. Incluso es plausible que el comercio entre Brasil y Argentina (y ellos invitarían a otros países latinoamericanos a unirse) sea más fluido usando una moneda común.
Lo que está más allá de la realidad es la idea de que el sur liberaría a Brasil, Argentina y a cualquier compañero de viaje en América Latina del yugo de la principal moneda para el comercio y la inversión global. América Latina representa solo el 5% del comercio mundial. Su financiación exterior estará compuesta en gran parte por dólares durante mucho tiempo.
Quién sabe, los presidentes Luiz Inácio Lula da Silva y Alberto Fernández pueden quererse como hermanos. ¿Pero que Brasil y Argentina cedan el poder sobre sus economías entre sí? Ni en sueños. Tres décadas después de la fanfarria del Mercosur, seguimos esperando que se produzca la coordinación de las políticas económicas.
Por Eduardo Porter