La política estadounidense está paralizada por una contradicción tan grande como el Gran Cañón. Los demócratas están furiosos porque la reelección de Donald Trump sería una condena para la democracia del país. Sin embargo, al decidir quién será el que lo enfrente en las elecciones de noviembre, parece que el partido se someterá dócilmente a la candidatura de un hombre de 81 años que, en este momento de su mandato, cuenta con el peor índice de aprobación de cualquier presidente en la época moderna. ¿Cómo se llegó a esto?
El índice de aprobación neta de Joe Biden se sitúa por debajo de los 16 puntos. Trump, que lidera las encuestas en los estados pendulares donde se decidirán las elecciones, está a un paso de alcanzar por segunda vez la presidencia. Incluso si no se ve a Trump como un dictador en potencia, ese es un porvenir alarmante. Una parte importante de los demócratas preferiría que Biden no se postule. Pero en lugar de desafiarlo o apoyar su campaña, han empezado a murmurar con ojos llorosos sobre el lío en el que están metidos.
No hay secretos respecto a lo que hace que Biden sea tan impopular. Parte de esto es el estallido inflacionario sostenido que se asoma a su puerta. Luego, está su edad. La mayoría de los estadounidenses conocen a alguien de más de 80 años que está empezando a mostrar lo que significa tener esa edad. También saben que no importa cuán bueno sea el carácter de esa persona, no se le debe dar el trabajo más difícil del mundo por un periodo de cuatro años.
En 2023, Biden pudo (y debió) haber decidido ser presidente por un solo mandato. Habría sido reverenciado como un modelo del servicio público y una reprimenda al ego ilimitado de Trump. Los peces gordos demócratas lo saben. De hecho, antes de que su partido obtuviera resultados mejores de los esperados en las elecciones de medio mandato, muchos miembros del partido pensaron que Biden efectivamente se mantendría al margen. Hace más de un año, este diario argumentó por primera vez que el presidente no debería buscar la reelección.
Por desgracia, Biden y su partido encontraron varias razones (ninguna de ellas buena) para que el presidente librara una campaña más. Su sentido del deber estaba manchado de vanidad. Después de haberse postulado por primera vez a la presidencia en 1987 y haber trabajado durante tanto tiempo para sentarse en el Despacho Oval de la Casa Blanca, se ha dejado seducir por la creencia de que su país lo necesita porque, en efecto, venció a Trump.
Del mismo modo, el deseo de servir que tiene su personal seguramente se ha visto empañado por la ambición. Es inherente a los gobiernos que muchos de los asesores más cercanos de un presidente nunca más vuelvan a estar tan cerca del poder. Es obvio que no quieren que su hombre entregue la Casa Blanca para concentrarse en su biblioteca presidencial.
Los líderes demócratas han sido cobardes y complacientes. Al igual que muchos republicanos pusilánimes del Congreso, a quienes no les agradaba Trump y lo consideraban peligroso (pero no se armaron de valor para impugnarlo o incluso criticarlo), los demócratas incondicionales no han estado dispuestos a actuar de acuerdo con sus preocupaciones sobre la insensatez de Biden.
Si no lo hicieron por las posibles consecuencias que eso podría tener en sus carreras, su comportamiento fue cobarde. Si no lo hicieron por pensar que el peor enemigo de Trump es él mismo, fue complaciente. Los índices de aprobación de Biden han seguido cayendo, mientras que los 91 cargos penales que enfrenta Trump, hasta ahora, solo lo han hecho más fuerte.
Dado esto, se podría pensar que lo mejor sería que Biden se mantuviera al margen. Después de todo, todavía faltan diez meses para las elecciones y el Partido Demócrata tiene talento. Por desgracia, eso no solo es en extremo improbable, sino que cuanto más se analiza lo que sucedería, encontrar una alternativa a Biden en esta etapa sería una apuesta desesperada e imprudente.
Si Biden decidiera hoy no perseguir la reelección, el Partido Demócrata tendría que reorganizar frenéticamente sus primarias, porque los plazos de postulación ya han vencido en muchos estados y los únicos otros candidatos en la boleta son Dean Phillips, un congresista poco conocido, y Marianne Williamson, una gurú de autoayuda.
Suponiendo que esto fuera posible y que la avalancha de demandas resultantes fuera manejable, las legislaturas estatales tendrían que aprobar nuevas fechas para las primarias más cercanas a la convención en agosto. Habría que organizar una serie de debates para que los votantes de las primarias supieran por qué están votando. La competencia bien podría ser enorme, y no hay manera obvia de reducirla con rapidez: en las primarias demócratas de 2020, se presentaron 29 candidatos.
El caos podría valer la pena si el partido pudiera estar seguro de ir a las elecciones con un candidato joven y elegible. Sin embargo, parece igualmente posible que el futuro ganador no sea elegible: por ejemplo, Bernie Sanders, quien se autoproclamó como socialista demócrata, es un año mayor que Biden. Lo más probable es que la nominación recaería en Kamala Harris, la vicepresidenta. Harris tiene la ventaja de no ser vieja, aunque el hecho de que cumpla 60 años en noviembre y aun así se le considere joven dice algo sobre la gerontocracia del Partido Demócrata.
Es lamentable que Harris haya demostrado ser una mala comunicadora, una desventaja tanto en el cargo como a la hora de enfrentar esta situación. Harris es una criatura de la máquina política de California y nunca ha logrado atraer a votantes fuera de su estado. Su campaña en 2020 fue horrible. A veces parece que su teleprónter fue hackeado por un escritor satírico. La inmigración y la frontera sur (una situación que ella maneja para Biden) es el tema más fuerte para Trump y el más débil para los demócratas. Las posibilidades de que Harris venza a Trump parecen incluso peores que las de su jefe.
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