¿Cómo se ha llegado a esto? Después del triunfo en la Guerra Fría, el modelo estadounidense parecía incuestionable. Una generación después, los estadounidenses mismos están perdiendo su confianza en él. El guerrerismo inútil, una crisis económica y la putrefacción institucional han dado rienda suelta a una furia en la política estadounidense que, al parecer, ha dotado a las contiendas presidenciales de una dimensión existencial.
Los estadounidenses han escuchado a sus dirigentes condenar la integridad de su democracia. Han visto a ciudadanos tratar de obstaculizar la transferencia de poder de un gobierno al siguiente. Tienen buenas razones para preguntarse qué tanta protección les garantiza su sistema contra el ímpetu de autoritarismo que está aumentando en todo el mundo.
La respuesta es que, si los estadounidenses creen que su Constitución por sí sola puede proteger a la república de un César en el Potomac, entonces son demasiado optimistas. Hoy en día, la preservación de la democracia depende, como siempre lo ha hecho, del valor y las convicciones de un sinnúmero de personas en todo Estados Unidos, sobre todo de las encargadas de redactar y defender sus leyes.
Un aspirante a dictador podría comenzar no despreciando la letra de la Constitución puesto que leyes posteriores han creado vacíos legales lo suficientemente grandes como para que a través de ellos marchen los soldados. Como país joven, a Estados Unidos no solo le preocupaba un tirano local, sino también los enemigos poderosos, pues acababa de derrotar a uno de ellos.
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Los Congresos le otorgaron al presidente facultades de emergencia para mantener el orden en épocas de crisis. Según la Ley de Insurrección, un presidente puede desplegar al Ejército o la Armada para hacer frente a un levantamiento interno o cuando se desacata la legislación federal. Los presidentes han invocado esta facultad 30 veces, para romper huelgas, eliminar la segregación y, en fechas más recientes, sofocar los motines de Los Ángeles en 1992.
El Centro Brennan, un laboratorio de ideas, enumera 135 facultades extraordinarias que puede ejercer un presidente cuando declara una emergencia nacional, algunas de las más importantes permiten congelar cuentas bancarias y desconectar el internet. El presidente puede determinar qué se considera una emergencia. Hay más de 40 que siguen vigentes, algunas muy viejas. Donald Trump invocó una para financiar su muro fronterizo, y Joe Biden para condonar los préstamos estudiantiles. El Congreso debe analizar si cabe concluir las emergencias cada seis meses, pero nunca lo ha hecho. Tampoco ha retirado a ningún presidente mediante un juicio político.
Eso hace que la autocomplacencia sea un peligro. Pero también lo es el alarmismo, ya que una emergencia, real o inventada, es la aliada del dictador. Cuando creían que el proyecto estadounidense estaba en riesgo, hasta los grandes presidentes ejercían facultades extraconstitucionales. Durante la guerra de Secesión, Abraham Lincoln suspendió el recurso de “habeas corpus”; Franklin Roosevelt encarceló a estadounidenses sin someterlos a juicio.
Entre los mayores obstáculos constitucionales para las dictaduras está la Vigesimosegunda Enmienda, la cual limita una presidencia a dos periodos. Pero ¿qué sucedería si un autócrata con voluntad férrea llenara el Pentágono de sus secuaces y, con un Ejército a su mando, se rehusara a retirarse? Estados Unidos tiene 247 años de historia, pero en el siglo XIX muchas repúblicas latinoamericanas jóvenes copiaron su Constitución y sucumbieron ante dictadores.
La enseñanza es que lo que sostiene el proyecto estadounidense, así como cualquier democracia, no son las leyes manifiestas, sino los valores de los ciudadanos, los jueces y los servidores públicos. Y la buena noticia es que incluso los aspirantes a dictadores más decididos, inventivos y organizados tendrían problemas para vencerlos.
El Ejército sigue siendo una de las instituciones más sanas de Estados Unidos, sus filas están llenas de personas conscientes de su juramento a la Constitución. Los estados cuentan con un patrimonio y mucha autoridad para resolver sus propios asuntos. La gran mayoría de los oficiales de la policía trabajan para funcionarios estatales y locales, no para el presidente.
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La prensa se ha vuelto más partidista, pero también valora la independencia y sigue estando demasiado dispersa como para que cualquier partido la controle. Tal vez el próximo presidente aumente sus facultades para despedir a decenas de miles de empleados públicos, pero de todas maneras habría un “Estado profundo” de cerca de tres millones de trabajadores repartidos en cientos de agencias y quince departamentos, y estas personas podrían causar muchos problemas.
Los estadounidenses lamentan, con justa razón, el debilitamiento de las normas, pero el abuso del poder ejecutivo en ocasiones ha dado origen a nuevas normas. Después de que Richard Nixon renunció por el caso Watergate, el Departamento de Justicia comenzó a tomar decisiones en materia de investigación y enjuiciamiento sin consideración a los deseos de ningún presidente.
Trump ha dicho que acabaría con todo eso, pero cualquier aspirante a dictador que invocara las facultades de emergencia o la Ley de Insurrección de todos modos tendría que imponerse a la independencia de los tribunales. Un transgresor de la ley también tendría que enfrentarse a la resistencia de los fiscales profesionales y a la integridad de los jurados.
Este año, cada uno de los candidatos a la presidencia ha acusado al otro de intentar destruir la democracia de Estados Unidos, pero Biden es un institucionalista y respeta las viejas formas de la política. Trump, quien ha contemplado ser un dictador, aunque solo sea por un día, es diferente. Su negativa a reconocer su derrota en 2020 dio origen al asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 e hizo que una cantidad de legisladores sin precedentes se opusiera a certificar las votaciones.
Ahora, la idea de que Trump tal vez no vuelva a aceptar otra derrota ha planteado el riesgo de que los congresistas republicanos intenten impedir la certificación. Por su parte, algunos representantes demócratas han insinuado que tal vez no certifiquen un triunfo de Trump, convencidos de que él mismo se inhabilitó para la presidencia cuando participó en una insurrección. Así, pues, el desacato de una norma por parte de un presidente puede debilitar los pilares del sistema en su conjunto.
Con seguridad, Trump no tiene la capacidad de convertirse en dictador, incluso si quisiera hacerlo. Se distrae con demasiada facilidad y es muy disperso, siempre deseoso de evadir su responsabilidad. El mayor riesgo es que su menosprecio por las normas y las instituciones menoscabe aún más la confianza de los estadounidenses en el gobierno. Eso es importante debido a que el proyecto estadounidense depende de su pueblo y apenas una cuarta parte de este afirma estar satisfecho con la democracia.
En repetidas ocasiones ha votado por un cambio, pero sus políticos siguen sin satisfacer sus necesidades. Cuando le preguntaron a Benjamin Franklin si los fundadores de la nación habían creado una monarquía o una república, se dice que al salir de la Convención Constitucional declaró: “Una república, si pueden conservarla”. Conforme se acercan las elecciones, es justo que los estadounidenses comunes les recuerden el desafío de Franklin a los muchos políticos federales y estatales que dirigen su república: ¿pueden conservarla?
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