Por Noah Feldman
El presidente Donald Trump está siendo juzgado en el Senado. Sin embargo, el Senado también está en tela de juicio, para ver si es capaz de cumplir con su deber constitucional de realizar un juicio político creíble.
James Madison consideraba que la Corte Suprema, no el Senado, debería procesar los juicios presidenciales. Hasta ahora, el rechazo de los otros autores a la idea de Madison parecía razonable. No obstante, el grado de partidismo sin precedentes en el “juicio” de Trump, y la posibilidad de que por primera vez no haya testigos, aumentan la posibilidad de que el diseño de juicio político de los redactores haya llegado a un punto muerto.
La opción de juicio de la Corte Suprema no fue una ocurrencia tardía en la convención constitucional de 1787. Por el contrario, fue la primera idea sobre dónde debían realizarse los juicios políticos, y prevaleció durante la mayor parte de ese largo y caluroso verano de Filadelfia.
Hasta el 27 de agosto, unos tres meses después de la convención, el borrador de trabajo de la disposición de juicio político de la Constitución exigía “destituir al presidente con un juicio político por parte de la Cámara de Representantes y resolver la condena en la Corte Suprema, por traición, soborno o corrupción”.
El 4 de setiembre, un comité recomendó cambiar la facultad de realizar juicios políticos al Senado. Gouverneur Morris de Pensilvania, en nombre de dicho comité, ofreció lo que llamó “una razón concluyente para hacer del Senado en lugar de la Corte Suprema el juez de los juicios políticos”. ¿La razón? Un presidente bajo juicio político podría enfrentar un proceso penal que podría ir a la Corte Suprema.
La única objeción provino de Charles Pinckney, de Carolina del Sur, quien pensó que sería "el mismo cuerpo de hombres que, de hecho, elegirá al presidente entre sus magistrados en caso de juicio político". Pero esa objeción desapareció cuando los redactores decidieron un método para seleccionar un presidente que no involucrara a los senadores.
El tema volvió a surgir el 8 de setiembre, el mismo día en que la convención definió las palabras “crímenes y delitos menores”. El propio James Madison explicó que no creía que el Senado debiera juzgar a los acusados, “especialmente porque sería juzgado por la otra rama de la legislatura”. Temía al poder de la legislatura mucho más de lo que temía al poder del presidente y le preocupaba “que el presidente bajo estas circunstancias se volviera indebidamente dependiente”. La solución de Madison fue proponer un tribunal especial compuesto por jueces de la Corte Suprema, entre otros.
A esto, Gouverneur Morris respondió que "pensaba que no se podía confiar en ningún otro tribunal que el Senado. La Corte Suprema era poco numerosa y podría estar retorcida o corrompida". Morris continuó respondiendo a la preocupación de Madison de otorgarle demasiado poder al Senado al decir que "no podría haber peligro de que el Senado mintiera bajo juramento de que el presidente fuera culpable de crímenes o hechos, especialmente porque en cuatro años puede ser procesado".
No obstante, Madison presentó una moción para quitar el poder de juicio político al Senado. Los delegados votaron, por estado, como siempre lo hicieron, y la moción perdió 9-2. Con el poder de juicio ahora establecido en el Senado, Morris propuso insertar un requisito de que cualquier condena requeriría los votos de dos tercios de los senadores. Esta propuesta fue adoptada sin más discusión.
En El Federalista número 65, Alexander Hamilton intentó justificar la decisión de entregar los juicios al Senado al insistir en que la Corte Suprema habría carecido de la "fortaleza" para destituir al presidente, y que los jueces, siendo pocos en número, no tendrían "el mérito y la autoridad" necesarios para destituir a un presidente.
Luego agregó el viejo argumento de Morris de que la Corte Suprema podría tener que juzgar un juicio penal contra el presidente después de que fuera destituido. Hamilton se ocupó de una versión de la idea de Madison de un tribunal dirigido por la Corte Suprema reiterando la misma preocupación; y concluyó que tener al presidente del Tribunal Supremo para liderar el juicio del Senado era un “medio prudente” entre las dos opciones.
Finalmente, los redactores confiaron en que los senadores tendrían legitimidad y actuarían en conformidad con sus juramentos. Y es justo decir que durante la mayor parte de la historia constitucional, el Senado ha hecho un trabajo adecuado al tratar los juicios políticos.
El partidismo de hoy amenaza ese legado. Podría decirse que un juicio en el que todos los testigos están excluidos no es un juicio en absoluto. Si el Senado no puede presentar un juicio que haga creer a los estadounidenses que posee "el mérito y la autoridad" para juzgar al presidente, tal vez sea hora de comenzar a pensar en una nueva solución constitucional.
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