Se estima que nueve millones de ciudadanos estadounidenses que viven fuera de Estados Unidos enfrentan una pesadilla fiscal que los que están en casa no pueden imaginar y que nadie debería sufrir. La razón: Estados Unidos es uno de los dos únicos países del mundo (el otro es Eritrea) que cobra impuesto a sus ciudadanos independientemente del lugar donde viven.
Los expatriados estadounidenses no deben necesariamente adeudar a Estados Unidos: pueden deducir los impuestos pagados a los países anfitriones, que a menudo son más altos, o acceder a una exención. Sin embargo, para lograrlo, deben presentar declaraciones y divulgaciones independientemente, a un costo significativo en honorarios contables, molestias y ansiedad innecesaria.
Las normas a menudo no son claras, y los empleadores extranjeros y las instituciones financieras no informan los números de la manera solicitada por el Servicio de Impuestos Internos (IRS, por sus siglas en inglés).
Las sanciones incluso por errores inocentes pueden ser draconianas. Estados Unidos procede como si cualquier ciudadano con una cuenta bancaria extranjera fuera un evasor de impuestos o un blanqueador de dinero. Los ciudadanos con activos extranjeros deben divulgarlos no solo al IRS sino también a la Red de Control de Delitos Financieros de Estados Unidos.
Sorprendentemente, las personas que viven y trabajan en el extranjero tienden a adquirir otros activos en el extranjero sobre la marcha. El IRS considera un simple fondo mutuo europeo, por ejemplo, como una "compañía de inversión extranjera pasiva", y exige declaraciones kafkianas. La Ley de Cumplimiento Fiscal de Cuentas Extranjeras de la era Obama empeoró las cosas.
Amenaza a los bancos extranjeros con sanciones drásticas si no proporcionan información sobre los clientes que sean “individuos estadounidenses”(ciudadanos o titulares de tarjeta verde). Como resultado, muchas instituciones financieras simplemente se niegan a prestar servicios a los estadounidenses.
Debido al pecado original de los impuestos basados en los ciudadanos, además, cada modificación de la ley tributaria estadounidense parece exacerbar el problema. La reforma del presidente Donald Trump del 2017 incorporó reglas destinadas a las ganancias de las empresas estadounidenses en el extranjero.
Sin darse cuenta, el IRS ahora trata al propietario estadounidense de un puesto de limonada en Bélgica como si fuera Google, obligándolo a declarar un nuevo tipo de ingreso conocido, digámoslo en voz alta para sentirlo, como GILTI (N. del T.: el nombre de este nuevo impuesto suena como “culpable” en inglés).
Los objetivos originales de este duro régimen apuntaban a los estadounidenses ricos que vivían en Estados Unidos y escondían dinero en cuentas ocultas en el extranjero. Sin embargo, las avezadas trampas fiscales desarrollaron nuevas estrategias de evasión hace mucho tiempo. Las víctimas de hoy son estadounidenses en el extranjero con ingresos ordinarios y sin experiencia en impuestos especiales.
Incluyen a “estadounidenses accidentales” que ni siquiera conocen las normas: niños nacidos en Estados Unidos mientras sus padres extranjeros estaban de visita, por ejemplo, o personas nacidas y que viven en el extranjero cuyos padres fueron soldados estadounidenses.
Algunos expatriados estadounidenses renuncian a su ciudadanía, pero pocos quieren cortar los lazos con su país, y para la mayoría el costo es prohibitivo en cualquier caso. Nunca se les debería hacer sentir que eso es necesario. Como mínimo, Estados Unidos debería simplificar las normas para sus expatriados y elevar los límites de saldo para que los contribuyentes de ingresos medios estén exentos.
Pero la mejor solución sería aún más simple: seguir el ejemplo establecido por casi todas las demás economías (¿mencioné a Eritrea?) y basar el impuesto sobre la renta personal en la residencia, no en la ciudadanía.
Por Andreas Kluth
Esta columna no necesariamente refleja la opinión de la junta editorial o de Bloomberg LP y sus dueños.