Por Andreas Kluth
De manera lenta pero segura, la dorsal mesoatlántica sigue separando las placas de Norteamérica y Europa a un ritmo aproximado de 2.5 centímetros al año. Algo similar está sucediendo en la tectónica geopolítica. Hace una generación, Estados Unidos era el aliado indispensable de Europa occidental.
Actualmente, bajo la presidencia de Donald Trump, a menudo parece más el “enemigo” de Europa (palabra de Trump) que un amigo.
Por esta razón también es que los europeos esperan con ansias la elección presidencial de EE.UU. el próximo mes. Si Trump gana, la fisura transatlántica se agrietará con fuerza. Si Biden gana, lo que más fuerte sonará será el estallido de los corchos de champaña. Pero en poco tiempo, los europeos tendrán que admitir que el alejamiento gradual continúa, sin importar quién esté en la Casa Blanca.
Las relaciones transatlánticas comenzaron a deteriorarse mucho antes de la llegada de Trump. Casi se quebraron durante la Administración de George W. Bush, antes de que Barack Obama las restaurara un poco. Pero hasta eso fue en gran medida cosmético.
Fue Obama, con Joe Biden como vicepresidente, quien anunció el “giro” estratégico de EE.UU. hacia Asia, dando nombre a un cambio secular cuya orientación pasaba del Atlántico al Pacífico. Además, los anteriores presidentes de EE.UU. ya se venían quejando, aunque de manera educada, de que los europeos, y sobre todo los alemanes, gastaban muy poco en sus propios Ejércitos para ser aliados confiables de la OTAN y se aprovechaban de un sistema comercial global supervisado por EE.UU.
Trump simplemente dejó a un lado el brillo diplomático y la sutileza de estas disputas. Como ningún presidente estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial, muestra desdén por los líderes europeos como la canciller alemana, Angela Merkel, aunque se relaciona con autócratas como el presidente ruso, Vladimir Putin. Trump no percibe al “Occidente” como una comunidad de valores liberales y defensa colectiva, por lo que parece estar disolviéndose.
En sus guerras comerciales, Trump convirtió a la Unión Europea en un “monstruo”, superado solo por China, e impuso aranceles de “seguridad nacional” al acero y aluminio europeos, y más.
En defensa, incluso cuestionó su compromiso con la OTAN. Según John Bolton, exasesor de seguridad nacional, el presidente podría renunciar a la alianza en un segundo mandato, así como se retiró del Acuerdo de París sobre cambio climático, la Organización Mundial de la Salud y otros foros multilaterales.
De este modo, Trump ha borrado todas las suposiciones europeas sobre la geopolítica. Los auspicios militares y nucleares estadounidenses han sido desde la Segunda Guerra Mundial el mejor elemento de disuasión de Europa occidental contra la agresión de Moscú. También subsumió antiguas rivalidades intraeuropeas, sobre todo entre Alemania y Francia. Así, el poder estadounidense era un requisito previo para la integración europea. Para los alemanes, EE.UU. era casi una figura paterna.
Es posible que el quiebre de estos lazos ya no tenga arreglo. Dos de cada tres europeos tienen una visión negativa de EE.UU. Los alemanes están divididos en partes iguales sobre si quieren relaciones más cercanas con los estadounidenses o los chinos. Los votantes jóvenes prefieren a China.
Entonces, ¿cuál es el Plan B de Europa si Trump gana un segundo mandato? “La respuesta a ‘Estados Unidos primero’ es ‘Europa unida’”, como ha explicado Heiko Maas, ministro de Relaciones Exteriores de Alemania. Al presidente francés, Emmanuel Macron, le gusta hablar de “soberanía europea”.
Pero nadie sabe exactamente lo que eso significa. Un “ejército europeo” sigue siendo un sueño imposible. Ya es bastante difícil lograr que los ministros de Relaciones Exteriores de la UE se pronuncien bajo una sola voz sobre las sanciones.
Maas está equivocado al decir que otra victoria de Trump unificaría a la UE. En cambio, es más probable que siga dividiendo al club. Algunos de sus miembros, especialmente aquellos que bordean Rusia, estarían felices de llegar a acuerdos bilaterales con Trump para llevarlo por las buenas. El Gobierno nacionalista en Varsovia, en particular, parece preferir ponerse en contacto con la Casa Blanca que hablar con Bruselas, Berlín o París.
Biden, por el contrario, es un partidario declarado de las alianzas de EE.UU. Reforzaría la OTAN y se uniría al Acuerdo de París y a la OMS. Y es probable que trabaje con el “E3” (Alemania, Francia y el Reino Unido) para volver a involucrar a Irán en una versión actualizada del acuerdo nuclear abandonado por Trump. Tratará a los europeos como socios nuevamente.
Solo hasta cierto punto, sin embargo. Pueda que Biden no retire las tropas estadounidenses de Alemania, como lo planea Trump, pero tampoco invertirá en defensa transatlántica. Esto se debe a que cada dólar militar gastado en Europa es un dólar que no está disponible para Asia.
Entretanto, las tensiones existentes no desaparecerían. Al igual que su predecesor, Biden intentaría detener un gasoducto que se está construyendo desde Rusia hasta Alemania. Seguiría apoyándose en los alemanes y otros para aumentar el gasto militar. También insistiría en que realmente usen a sus Ejércitos en misiones en las que EE.UU. ya no ve en juego sus propios intereses, tal vez en el Mediterráneo oriental o en África.
Sobre todo, cualquier presidente esperará que los aliados de Estados Unidos se unan a EE.UU. contra China. Por ende, cuanto más persigue la UE su vaga noción de “soberanía europea”, menos valiosa se vuelve para Estados Unidos.
Una Europa equidistante entre Oriente y Occidente es de poco interés para EE.UU., y eso, a su vez, no permite soberanía ni seguridad en la UE. Los europeos deberían recordar la tectónica subyacente cuando hagan sonar los corchos de champaña en noviembre.