Desde el 11 de setiembre de 2001, el principal objetivo de la política antiterrorista de Estados Unidos ha sido evitar que ataquen al país nuevamente. Según ese estándar, por lo menos, Estados Unidos lo ha logrado. La persecución militar global de Al Qaeda diezmó el liderazgo del grupo y erosionó su capacidad para ejecutar ataques con números masivos de víctimas.
Los avances en seguridad nacional y la recopilación de inteligencia han interrumpido muchas tramas potenciales. En los últimos 20 años, aproximadamente 100 estadounidenses han muerto en ataques yihadistas de cualquier tipo cometidos en suelo estadounidense. Esta cifra es más o menos el número de personas que mueren todos los días a causa de la violencia con armas de fuego.
Al reconocer este logro, es importante comprender dos cosas. Primero, el país sigue en riesgo de futuros ataques. Segundo, es necesario cambiar la estrategia de los últimos 20 años.
La respuesta de Estados Unidos al 11 de setiembre se fundamentó en la convicción de que se debía combatir a los terroristas en el extranjero y, cuando fuera posible, como oponentes militares convencionales. Este pensamiento fue en parte erróneo, sobre todo porque subestimaba el peligro de alimentar, en lugar de reprimir, el odio que impulsa a los movimientos terroristas.
También se llevó a cabo a un costo desorbitado —más lamentable aún fue la muerte de unos 8,000 miembros del servicio de Estados Unidos y la OTAN en las guerras en Irak y Afganistán.
Los gastos militares y antiterroristas de Estados Unidos desde el 2001 superan los US$ 5 billones en dólares constantes. En el apogeo de la guerra contra el terrorismo, el contraterrorismo consumió más del 20% de todo el gasto discrecional de Estados Unidos. La retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán refleja el agotamiento público con tales compromisos.
Les guste o no a los estrategas del Gobierno, esta vivencia ha empujado a Estados Unidos hacia un nuevo enfoque, uno que se basa menos en guerras en el extranjero y más en herramientas diplomáticas, económicas y tecnológicas para limitar la amenaza terrorista. El desafío para los próximos 20 años es dar forma a esta estrategia más sutil y compleja para obtener mejores resultados.
La tarea más crucial es entender al enemigo. Desde el 11 de setiembre, el número de grupos yihadistas designados como organizaciones terroristas extranjeras por el Departamento de Estado se ha cuadriplicado.
A pesar del progreso realizado por el Ejército estadounidense y sus socios de la coalición en la degradación de Al Qaeda y el Estado Islámico, miles de combatientes terroristas continúan operando en Siria, Irak y Afganistán. Los yihadistas se han afianzado en partes del sudeste asiático y están proliferando en África, donde insurgentes amenazan la estabilidad de países como Somalia, Nigeria, Mali y Mozambique.
Los grupos yihadistas extranjeros de hoy comparten la voluntad de Osama bin Laden de acabar con vidas inocentes en nombre de su ideología. Una cooperación más estrecha entre las autoridades legales y de inteligencia, una intensa vigilancia de las comunicaciones de los militantes y un control más estricto de sus finanzas han contribuido a limitar su alcance. Estos esfuerzos deben mantenerse y mejorarse.
A pesar del rechazo del público hacia las “guerras eternas”, Estados Unidos deberá mantener la presión militar sobre las redes radicales. El mayor desafío está en Afganistán, donde el regreso de los talibanes al poder podría convertir una vez más al país en un refugio para los extremistas violentos. Sin tropas y personal diplomático in situ, Estados Unidos debería aumentar las inversiones en satélites y capacidades de reconocimiento para mejorar la precisión de los ataques con drones.
Debería buscar acuerdos de intercambio de inteligencia con los vecinos de Afganistán. Y las agencias occidentales de contraterrorismo deberían explorar la posibilidad de una cooperación limitada con el nuevo régimen afgano para atacar al Estado Islámico del Gran Jorasán, un rival de los talibanes y Al Qaeda.
Más allá de Afganistán, las fuerzas armadas deberían mantener una presencia en las docenas de países donde las pequeñas unidades antiterroristas trabajan actualmente junto con las fuerzas locales, respaldadas por aviones de combate y drones estadounidenses.
Estas operaciones son fundamentales para la recopilación de inteligencia sobre Al Qaeda y el Estado Islámico, cuestan mucho menos que las contrainsurgencias libradas en Irak y Afganistán, y tienen el beneficio adicional de ayudar a Estados Unidos a forjar vínculos con las potencias militares regionales cuya cooperación será clave para contener las crecientes ambiciones de China.
Al mismo tiempo, Estados Unidos necesita reequilibrar sus inversiones en contraterrorismo. Esto significa gastar de manera más inteligente, no menos. Es decir, actualizar la tecnología gubernamental para ayudar a la comunidad de inteligencia a procesar datos y rastrear amenazas emergentes.
Ayudar a los Gobiernos locales de todo el mundo a fortalecer las respuestas de las fuerzas del orden público al terrorismo y a aumentar la resiliencia frente a los ataques. En países donde Estados Unidos y sus aliados tienen una influencia limitada, proporcionar ayuda a organizaciones humanitarias y de la sociedad civil que trabajan para aliviar las condiciones que conducen a la radicalización.
Trabajar con la industria privada para contrarrestar los mensajes terroristas en las redes sociales y fortalecer infraestructuras cruciales contra los ataques cibernéticos. Además, ampliar el alcance para incluir no solo a equipos de terroristas bien entrenados, sino también a individuos asesinos que se han radicalizado en línea.
El tiroteo masivo del 2016 en el club nocturno Pulse en Orlando fue, de lejos, el ataque yihadista más fatal en Estados Unidos desde el 2001.
Sobre todo, los responsables políticos y el público deben ser realistas. Una estrategia que pretenda detener todo acto de terrorismo está destinada al fracaso e inevitablemente producirá una reacción exagerada cuando falle.
Durante los últimos 20 años, el espectro del terrorismo ha consumido altamente los recursos y la atención del Gobierno, y ha costado demasiadas vidas estadounidenses. Los riesgos que plantea el terrorismo son reales y urgentes. No pueden eliminarse, pero durante los próximos 20 años, pueden y deben administrarse mejor.