En los últimos años, en un cañón junto al muro fronterizo entre San Diego y Tijuana, se creó un vecindario santuario para migrantes, el primero de su tipo. La Estación Comunitaria UCSD-Alacrán, diseñada a través de una alianza entre el Centro de Justicia Global y la Universidad de California San Diego, alberga a unas 1,800 personas.
El sitio de alrededor de 16,000 metros cuadrados también cuenta con una clínica de atención médica, un centro de alimentos, una escuela y una plaza al aire libre. Más que un refugio de emergencia, Alacrán está diseñado para ayudar a quienes huyen de la violencia en sus países de origen. a participar activamente en la configuración de la vida social, cultural y económica de la ciudad ad hoc que ahora llaman hogar.
UCSD-Alacrán es una de las cuatro estaciones comunitarias transfronterizas (dos en Tijuana, dos en San Diego) que el Centro para la Justicia Global lanzó con organizaciones sin fines de lucro y distritos escolares locales. Pero su inspiración proviene de las ciudades colombianas de Bogotá y Medellín, dice Teddy Cruz, director de investigación urbana del centro.
Cuando salieron de años de violencia de los cárteles de la droga en la década de 1990 y principios de la de 2000, estas ciudades pusieron en marcha diversas políticas sociales experimentales para mejorar la vida urbana, desde la contratación de mimos para dirigir el tráfico hasta la construcción de una red de parques biblioteca en barrios de altos índices de pobreza.
La idea, según Cruz y la cofundadora del centro, Fonna Forman, era reconstruir patrones de confianza y cooperación social desde cero.
Las estaciones comunitarias de UCSD pretenden aplicar ideas similares sobre el valor de estas infraestructuras sociales a la conflictiva zona fronteriza entre Estados Unidos y México y, en última instancia, ayudar a remodelar el diálogo político en todo el país. “Estamos convencidos”, dijeron Cruz y Forman en un correo electrónico, “de que es en las ciudades latinoamericanas donde podemos encontrar el ADN para reclamar un nuevo imaginario colectivo en Estados Unidos”.
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Importar innovaciones urbanas de América Latina no es nada nuevo: una gran cantidad de ciudades en Estados Unidos y otros lugares han tomado prestado otro concepto de Bogotá, la Ciclovía sin coches, por ejemplo. Pero durante décadas, la referencia en materia de urbanismo se ha centrado en el centro y norte de Europa. Son los carriles bici de Ámsterdam, las Supermanzanas de Barcelona o el modelo de “Ciudad de 15 minutos” de París que entusiasma a tantos planificadores estadounidenses.
Pero, a medida que la migración ejerce presión sobre las arcas municipales y el cambio climático alimenta los cambios demográficos, las ciudades latinoamericanas atraen el interés de profesionales y académicos que buscan soluciones a los retos urbanos más acuciantes de Estados Unidos
Según Juan Miró, profesor de arquitectura de la Universidad de Texas en Austin, las mejores prácticas europeas han demostrado no estar preparadas para abordar muchos desafíos urbanos. “La gente va a París y dice: ‘Es tan hermosa, una ciudad modelo de alta densidad’”, afirma. “Pero van a las afueras, donde están los inmigrantes, y son lugares terribles para vivir”.
Los rasgos que definen la vida urbana estadounidense —desigualdad extrema de ingresos, modelos de desarrollo en expansión del siglo XX— se observan también en toda América Latina, y las dos regiones comparten el mismo “arco de la historia”, dijo Miró: colonización, aniquilación indígena, esclavitud e independencia.
“A pesar de todos sus problemas”, dijo Miró, “América va muy por delante de Europa en cuestiones de convivencia”.
Soluciones basadas en la comunidad
La sólida tradición latinoamericana de desarrollar soluciones de base refleja en parte la historia de inestabilidad y disfunción de los Gobiernos de la región, dice Lucía Nogales, arquitecta y urbanista radicada en Madrid y ex directora de Ocupa tu Calle, una organización activista del espacio público en Lima. Este enfoque ascendente puede servir de modelo tanto para Estados Unidos como para Europa, donde muchos responsables políticos se preocupan ahora por el debilitamiento de la fe en las instituciones públicas y la creciente polarización.
“Lo que descubrí en América Latina y lo que falta aquí es el sentido de comunidad”, dijo Nogales, ahora investigadora del proyecto NetZeroCities. “La comunidad no es una idea romántica”, añadió, sino un concepto necesario para “repensar cómo funciona la democracia”.
La enorme escala de Ciudad de México y su precariedad medioambiental la han convertido en una fuente especialmente rica de intervenciones creativas. Miró lleva allí a sus alumnos tanto para estudiar las tipologías de vivienda modernas como las de Teotihuacán, la zona arqueológica ubicada a un par de horas de la capital. Teotihuacán, una de las ciudades más grandes del mundo en el siglo V, ofrece lecciones sobre cómo las ciudades pueden adaptarse equitativamente al cambio climático, dijo Miró, explicando que tanto las residencias modestas como los palacios se diseñaban con la misma orientación solar. “Alto o bajo, el principio común era la integración con la naturaleza”.
En la actual Ciudad de México, los responsables de políticas urbanas están considerando formas de hacer que la megaciudad sea más equitativa para quienes se encuentran en sus márgenes. Desde 2019, ha inaugurado una serie de 13 parques y centros comunitarios en su delegación más poblada, Iztapalapa, conocida por sus altos índices de criminalidad y pobreza. Las evocadoramente llamadas Utopías ofrecen una amplia gama de servicios públicos, incluidas clases de diseño digital y animación, asistencia laboral y talleres de emprendimiento, piscinas olímpicas, salas de cine y espacios seguros para víctimas de violencia doméstica.
“Estamos tratando de crear una ciudad lúdica”, afirma Daniel Escotto, director del programa de posgrado de espacio público y movilidad urbana de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México. “Dedicamos todo a ese concepto. Porque la cultura de la ciudad no se mantiene con el cumplimiento de la ley, sino jugando”.
En consecuencia, muchas de las instalaciones adoptan una estética decididamente caprichosa. Utopía Meyehualco cuenta con un parque de esculturas de dinosaurios en tamaño real; Barco Utopía se inauguró el año pasado en un edificio con forma de barco. Una iniciativa similar es la creación de 287 pequeños centros comunitarios conocidos como Pilares, acrónimo de “Puntos de Innovación, Libertad, Arte, Educación y Conocimiento”. Estos espacios similares a bibliotecas, diseñados por arquitectos locales, ofrecen una serie de servicios públicos, como salas de reuniones o asistencia laboral, para barrios de bajos ingresos.
“Ciudad de México es una ciudad policéntrica que está sectorizada, guetizada: no podemos recompactar la ciudad”, afirmó Escotto, que anteriormente fue director y coordinador de espacios públicos del Gobierno federal y de Ciudad de México. En su lugar, los Pilares y las Utopías adaptan la infraestructura social de la ciudad a su expansión geográfica. “Estamos intentando igualar la calidad de vida de los habitantes de los sectores más pobres de la ciudad”, afirmó.
Cultura de adaptación
En parte, el creciente interés por los ejemplos latinoamericanos entre los urbanistas estadounidenses es simplemente un reflejo de las tendencias migratorias y los cambios de población. En seis de las 10 ciudades más pobladas de Estados Unidos, los latinos son el grupo demográfico más grande. En el condado de Los Ángeles, poco menos de la mitad de los residentes son ahora hispanos o latinos. En otros lugares, nuevos inmigrantes latinoamericanos están reactivando las economías y llenando ciudades que habían estado perdiendo población, incluidas Detroit y Mineápolis, dijo Andrew Sandoval-Strausz, director de Estudios Latinos de la Universidad Penn State.
Pero están restaurando el tejido social a su manera, subrayó Sandoval-Strausz. “Los inmigrantes no están construyendo nuevas estructuras o calles. La observación clave es que estas cosas se promulgan, no se diseñan”.
James Rojas, un activista comunitario y planificador urbano del este de Los Ángeles que fundó el Forum Urbano Latino, señala la reciente legalización de los vendedores ambulantes informales en toda la ciudad —durante mucho tiempo una fuente de conflicto local— como una señal de la influencia que ahora tiene el urbanismo latino en el panorama político de Los Ángeles.
“La planificación estadounidense se basa en transacciones y negocios, en la ley y el orden”, dijo. “Mientras que los latinos siempre buscan el espacio social. Compran una casa y convierten el patio delantero en una plaza”.
Esa dinámica social informal está en el corazón del urbanismo latino, la comprensión de que objetivos como la transitabilidad y el desarrollo económico a pequeña escala se han producido orgánicamente durante mucho tiempo en toda América Latina. Y planificadores como Rojas y Nogales dicen que aprovechar este enfoque como política urbana puede ayudar a abordar el resquebrajamiento de los lazos cívicos y la “epidemia” de soledad que a menudo se dice que aflige a las ciudades estadounidenses.
En el libro recientemente publicado Citizen-Led Urbanism in Latin America, Nogales y varios coautores reúnen un compendio de ejemplos de iniciativas de habitabilidad, transporte y espacio público lideradas por residentes de ciudades de toda la región, a menudo surgidas en respuesta a crisis políticas y medioambientales.
“Este es el siglo de la migración y la consideramos un problema”, dijo Nogales. Pero los dirigentes municipales pueden aprender mucho de las comunidades de inmigrantes, donde las tradiciones de autoorganización de los pobres urbanos y rurales han generado redes de microeconomía y acciones políticas.
Señaló las ollas comunes de Perú, comedores tradicionales que evitaron que cientos de miles de personas pasaran hambre durante la pandemia de covid y otras crisis nacionales. Desde entonces, esta red informal de proveedores ha obtenido el reconocimiento del Gobierno, con más de 3,000 registrados en el metro de Lima, y ha sido aclamada por el Banco Mundial como un medio para ayudar a las mujeres migrantes venezolanas a integrarse a la sociedad peruana.
Otro ejemplo célebre son las Manzanas del Cuidado de Bogotá, que reorientan el concepto de “ciudad de 15 minutos” en torno a mujeres, niños, ancianos y personas con discapacidad. Estos más de 30 bloques de vecindarios brindan servicios gratuitos de educación, bienestar y asistencia laboral a los 1.2 millones de mujeres que se desempeñan como cuidadoras no remuneradas de sus familias, el 70% de las cuales no se han graduado de la escuela secundaria. Las Manzanas están ubicadas a pocos pasos de los hogares de las cuidadoras. Desde que se lanzó el programa en 2020, cerca de 12,000 mujeres han recibido diplomas que les ha permitido unirse a la fuerza laboral remunerada y mantener mejor a sus familias.
Ecos de esa iniciativa pueden encontrarse en la estación comunitaria de Alacrán, que se basa en la labor de la iglesia tijuanense Templo de Embajadores de Jesús, para apoyar nuevas viviendas, la creación de empleo y el desarrollo económico.
Además de la escuela, hay una clínica administrada conjuntamente con el sistema universitario público de Baja California y un comedor, financiado en parte por la Iglesia Manos de Esperanza y Luz, con capacidad para 600 personas. La comunidad planea una granja hidropónica, huertos y una iniciativa de hábitat para restaurar el paisaje del cañón dañado por la basura y la erosión. Los inmigrantes ayudan a construir la infraestructura y el sitio se ha convertido en un centro para investigadores de la UCSD que investigan un rango de cuestiones relacionadas con los asentamientos precarios de inmigrantes.
Para Cruz y Forman, la visión es que este vecindario santuario aún en evolución pueda ser más que un refugio temporal; es, dijeron, “el sitio para construir una nueva cultura ciudadana en la frontera”.
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